Gaviotas en Katxola, de la mano de Ibon Martín

Ibon con Angel, al fondo Peio en la kupela dedicada a Miguel Gallastegi

Lejos quedó su nido de los mares, mecido por tormentas

De invierno, en calma luminosa los veranos.

Ahora su queja va, como el grito de almas en destierro.

Quien con alas las hizo, el espacio les niega.

Luis Cernuda

«Gaviotas en los parques»

Las ha traído Ibon Martín, el bardo de Aiete.

Ibon es uno de los más reconocidos autores del País Vasco

Estos día ha publicado “La hora de las gaviotas”

En la trama, las palmípedas sobrevuelan inquietas la marinera Hondarribi; la ciudad se ha vestido con sus mejores galas para celebrar el alarde…más abajo copiamos ilustrativos fragmentos de la novela.

El thriller de Ibon es sinuoso, magnético e impecable -como sus novelas anteriores-; esta vez, sin embargo, nuestro vecino nos enfrenta al peor de los enemigos del ser humano, el odio visceral.

Al final de la novela Martín añade un apéndice. En él quiere aclarar que Katxola no se encuentra en las faldas del Jaizkibel, como Ibon situa el caserío, en ficcionada licencia literaria , sino en Aiete. En el texto copiado más abajo el autor da una preciosa explicación de las labores en el caserío y en la recogida de la manzana

Apéndiice de la novela, página 459

Y en efecto, como vemos en la foto de inicio que se hizo durante el prensado de la sagarra en Katxola, el 19 de octubre de 2019, Ibon le está explicando a Angel que pensaba ‘meter’ el caserío en su próxima novela, y así ha hecho. Genial, espléndido Ibon

[La precauciones, contra el coronavirus, que hemos tomado casi toda la gente de Aiete, han aconsejado que este año suspendamos las actividades en el caserío, excepto las de mantenimiento; así se ha retejado y desinsectado a fondo contra la polilla]

Ibon en la esquina derecha de la foto

En las fotos le vemos con su familia y amigas alrededor del puzle gigante o ensayando la txalaparta, en la sala principal del caserío, luego le veremos en la cadeneta o haciendo fotos durante el prensado.

Admiramos a Ibon por su talento, y por su sencillez y colaboración en todas las tareas del barrio

LA HORA DE LAS GAVIOTAS

Ibon Martín

Fragmento

1

Domingo, 8 de septiembre de 2019

Maitane se ve guapa pero cansada. Un poco de sombra de ojos y carmín en los labios le ayudará a tener una apariencia más segura de sí misma. Esa mirada temerosa no es la de alguien que está a punto de hacer algo que lleva meses planeando. ¿Y esas ojeras que gritan a los cuatro vientos que no ha sido capaz de dormir? Los nervios la están traicionando. No puede permitirlo, es un día demasiado importante. Apoya las manos en el lavabo y llena conscientemente los pulmones. Tiene que calmarse, así no puede ir a ningún sitio.

Olvida por un momento el espejo y se centra en la ropa. A este paso no llegará a tiempo. La camisa blanca no se ve tan planchada como le gustaría. Tampoco pasa nada, la chaqueta la cubrirá casi por completo. Los dedos de la joven no aciertan a abrochar los botones a la primera.

—Cálmate, tía —se reprocha en un susurro.

Un momento… Le ha parecido oír algo ahí fuera. Contiene la respiración y aguarda unos instantes sin permitirse el más mínimo movimiento.

Falsa alarma.

Una última mirada al espejo.

—Así mejor —se dice forzando una sonrisa. Falta alegría en sus ojos, está asustada, pero se repite a sí misma que lo que va a hacer esa mañana es lo más importante que ha hecho en sus dieciocho años de vida. Ni un paso atrás. Ella es valiente y nadie va a detenerla.

Sin apenas hacer ruido, abandona el cuarto de baño y se dirige a su dormitorio. No enciende la luz, lo conoce de sobra para manejarse a oscuras. Su mano no duda al abrir el armario. Tampoco al sentir el frío metálico de la escopeta que se cuelga del hombro.

Ahora sí. Está lista. Ha llegado el momento.

La mirada de Maitane recorre la plaza de Armas. Las contraventanas de colores dan una pincelada de alegría a un lugar dominado por la mole pétrea del castillo de Carlos V. Hay gente en los balcones. Casi todos miran a la plaza, aunque algunos pierden la vista más allá, en la desembocadura del Bidasoa y los barcos mecidos por la corriente. Es una panorámica hermosa, la más hermosa, defendería la joven, pero esa mañana no tiene tiempo de deleitarse con ella.

No, ese ocho de septiembre no es un día para la contemplación. No para Maitane ni tampoco para los cientos de hombres y mujeres que desafían a la barbarie que algunos se empeñan en disfrazar de tradición.

—¿Qué tal? ¿Estás bien? —le pregunta la mujer que tiene a su lado.

Maitane asiente mientras intenta vencer su nerviosismo. Está feliz. Siente que está haciendo historia, que junto a esa mujer que se preocupa por ella y todos aquellos que abarrotan la plaza va a lograr cambiar las cosas.

—Todas nos hemos emocionado al llegar aquí por primera vez. Has sido muy valiente al dar este paso —celebra su compañera de desfile. Después le hace un gesto para que levante la escopeta.

Largas hileras de armas se alzan hacia un cielo que llora levemente.

El silencio se palpa. Solo una gaviota que vuela lejos se atreve a plantarle cara.

Llega la señal.

El dedo de la joven se tensa.

¡Pum!

El olor de la pólvora se mezcla con la humedad, el estruendo de decenas de disparos al unísono despierta la mañana. Ya no es una gaviota la que protesta, son muchas. Se han lanzado al vuelo desde los aleros de las casas. La brisa que llega del mar barre rápidamente el humo. El sol quiere despuntar por el oeste, aunque apenas logra bañar de oro las nubes bajas que ocultan las primeras cumbres de los Pirineos. Tal vez allí también esté lloviendo.

Maitane está exultante ahora, orgullosa de sí misma. Si quiere cambiar el mundo, no puede quedarse en casa lamentándose.

Una gota corre por su mejilla. Y después otra, y otra más. Es el sirimiri que se acumula en su txapela roja. ¿O son lágrimas de emoción?

El arma cuelga de nuevo de su hombro derecho. Los parches, redobles y txilibitos, la flauta de seis agujeros típica de la zona, comienzan a interpretar marchas militares. Lo harán durante el resto de la jornada. El día grande de Hondarribia, el pueblo en el que nació y que sueña con transformar, acaba de comenzar.

—Si las jóvenes os sumáis, ganaremos esta batalla. Gracias por venir —le dice la vecina de desfile.

—No hay de qué. Es mi obligación. Todos deberíamos estar aquí.

—Ya ves que muchas han preferido quedarse al otro lado —insiste la mujer.

Maitane lo sabe. Algunas de ellas han sido sus amigas hasta hace poco.

Un tímido toque de corneta ordena reemprender el paso. El nudo en la garganta, ese que lleva días impidiendo que duerma por las noches, se hace más intenso. Pero la razón está de su parte. Está haciendo lo correcto. A sus dieciocho años ha llegado el momento de plantar cara a los intolerantes y demostrarles que sus gritos e insultos no van a amedrentarla.

La cabecera del desfile desciende ya por la calle Mayor. Maitane cierra los ojos y suspira. El nudo, el maldito nudo que le impide tragar saliva, le suplica que no baje, que se dé la vuelta y se marche a casa. Con los insultos que ha soportado durante la subida a la plaza de Armas ha sido suficiente. Sin embargo, ordena a sus pies que sigan adelante y a su mente que no la traicione justo ahora. Los adoquines intentan zancadillearla. No lo lograrán. Ni ellos ni todos aquellos que tratan de hacerlo desde las aceras.

Sus silbatos emiten un ruido insoportable, destinado a acallar la música que brota de las flautas. El mundo se vuelve borroso para Maitane, sus ojos están llenos de lágrimas. Tal vez sea mejor así. ¿De qué sirve ver a amigas con las que lo has compartido todo insultándote y dedicándote gestos cargados de odio? ¿Quién las ha engañado para que estén de ese otro lado?

—¡No hemos venido a veros! —grita alguien del público.

Decenas de voces se unen. No han venido a verla. Ni a Maitane ni a los ochocientos hombres y mujeres que se enfrentan al fanatismo. Ellos solo quieren ver a los cinco mil hombres que desfilarán a continuación en una celebración que excluye a la mujer.

Algunos aplausos tratan de enmascarar los insultos en vano. En esta parte del recorrido los silbatos y las palabras que hieren son mayoría abrumadora.

Maitane negocia consigo misma unos metros más, unos minutos más. Si no se rinde, lo habrá conseguido: ser adulta, tomar sus decisiones, luchar por las cosas en las que cree.

—¡Fuera! ¡No hemos venido a veros! —insisten demasiadas voces.

—¡Fuera del pueblo, lesbianas!

Sabe que son multitud, aunque no puede distinguir sus rostros porque se ocultan tras unas hirientes paredes de plástico negro que alzan al paso del desfile para que nadie pueda verlo. En las fotografías de los periódicos comprobará que muchas son mujeres y que algunas llevan máscaras para que no se las reconozca. Pero no hace falta, Maitane las conoce de la escuela, de los bares… Son sus vecinas de toda la vida. Duele tanto verlas ahí, duele sentir su rabia, duele que no comprendan que lo hacen por ellas; por ellas y por todas las demás.

La puerta de Santa María, el arco de piedra que custodia el final de la calle Mayor, está ya cerca. Pronto habrá pasado todo.

—¡Fuera! ¡Fuera!

—¡Marimachos!

Los plásticos negros son ahora más altos, más humillantes. Los silbatos, estridentes y desafinados, ganan la partida a los txilibitos.

Maitane siente que el puño que estruja su garganta se vuelve insoportable. Está mareada, sobrepasada, le cuesta respirar. Mira la muralla. Quiere alcanzarla cuanto antes y que esta asfixiante pesadilla termine de una vez por todas.

—Estamos haciendo historia —se repite una vez más entre dientes.

El arco está ahí mismo. Solo unos pasos más y lo habrá logrado. Hoy podrá volver contenta a casa, satisfecha con lo que ha hecho. Sin embargo, a medida que se acerca, los gritos arrecian, se siente aturdida y tiene los tímpanos a punto de estallar. Ya no entiende lo que dicen, ni siquiera sus compañeras, que también parecen gritar a este lado de los plásticos. Según se aproxima al final de la calle, la gente se agolpa a su alrededor, la empujan. Siente que sus pies no tocan el suelo, baja la mirada para encontrarlo. Alguien la zarandea, le pregunta si está bien. La felicidad se ha desvanecido. La valentía también. Las piernas ya no la sostienen. Toma aire pero sus pulmones no responden.

¿De dónde ha salido toda esa sangre que empapa su camisa blanca?

El terror la paraliza por completo. Todo a su alrededor son rostros que no conoce, bocas que le dicen cosas que no entiende, manos que recorren con brusquedad su cuerpo. El miedo y la preocupación impregnan las miradas. Nota que le desabotonan la chaqueta, que le palpan el abdomen y Maitane quiere gritar, pero la voz no le sale.

De pronto deja de sentir el suelo bajo sus pies, le parece que flota, que el cielo se mueve sobre su cabeza. Después todo cesa de golpe. El mundo entero se vuelve negro. El ruido, por fin, ha desaparecido.

2

Domingo, 8 de septiembre de 2019

Ane Cestero se siente furiosa. Furiosa e impotente. El próximo año hará como su jefe, Madrazo, y se cogerá vacaciones. Así estará lo más lejos posible de este espectáculo bochornoso.

La puerta de Santa María ha quedado atrás y con ella lo ha hecho la calle Mayor. Sin embargo, los abucheos y los pitos le alcanzan como si todavía se encontrara en ella. De buena gana volvería atrás con la porra en la mano y se liaría a palos con aquellos que sostienen los plásticos que impiden ver el desfile. Lástima de la tibieza de los mandos de la Ertzaintza a la hora de impedir las protestas.

—Hijos de puta —musita para sí misma.

Las primeras filas del Alarde han atravesado la muralla. En los rostros de las mujeres y los hombres que las componen se adivina una extraña mezcla de emociones: alivio por dejar atrás la zona más complicada, tristeza y rabia por lo que acaban de vivir, felicidad por haber resistido un año más…

Cestero traga saliva al ver llorar desconsolada a una chica de la primera fila. Será su primera vez. Por mucho que alguien lo haya visto en televisión o le hayan contado lo que tendrá que soportar, es imposible imaginar la situación. Es el tercer año que la suboficial abre la marcha para cerciorarse de que la compañía mixta puede desfilar sin mayor riesgo que el desprecio. Le gustaría que fuese el último. No es el cometido habitual de una policía destinada a las unidades de investigación, pero el Alarde de Hondarribia requiere movilizar a todos los agentes disponibles. Aunque las agresiones de los primeros años hayan cedido el testigo a los plásticos negros que condenan a la invisibilidad a quienes se atreven a desafiar a los fanáticos, la presencia policial resulta imprescindible. Con tantas emociones a flor de piel el desastre podría desencadenarse en cualquier momento.

—Calle Mayor superada —anuncia presionando el botón de la radio.

—Recibido. Normalidad en todos los puntos —le contestan desde el centro de mando del operativo.

Cestero vuelve a acercarse el aparato a la boca. ¿Normalidad? ¿A qué narices le llaman «normalidad»? Sus dedos se frenan segundos antes de activar la comunicación. Tiene que manejar su ira. Sus compañeros no tienen la culpa. Los responsables de todo son los de arriba. Los de arriba y los políticos, claro. Es mucho más fácil condenar levemente lo que sucede y no actuar, no vaya a ser que se pierdan un puñado de votos en la comarca.

—Cerdos… —masculla reemprendiendo la marcha.

Son ya muchas las filas de mujeres y hombres uniformados que han dejado atrás el casco antiguo

Ibon en la cadeneta que se forma en Katxola a ritmo de la formidable trikitixa de Maider Lasa

Libros publicados por Ibon Martín

La hora de las gaviotas 2021

La danza de los tulipanes 2019

La jaula de sal 2017

El último akelarre 2016

La fabrica de las sombras 2015

El faro del silencio 2014

El valle sin nombre 2013

Ibon al fondo, a la izquierda, preparado para echar la foto

Tiene obras en otro registro en el que se ‘mete en la cabeza de una niña de once años’.

Onin (Onintza) es la protagonista de los dos primeros libros -se han editado en euskera y castellano- de una serie dirigida a niños de entre 8 y 12 años, a la que se sumarán nuevas entregas.

Y de ‘Rutas para descubrir Euskal Herria’

Un comentario en “Gaviotas en Katxola, de la mano de Ibon Martín

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