La elección de Donald Trump

Una lectura sosegada de Samir Amin (El Viejo Topo) para la Noche de Reyes

1 COCA COLA

Si bien es cierto que los primeros pasos de Trump parecen estar desconcertando a buena parte de sus correligionarios, lo cierto es que su margen de maniobra es relativamente pequeño para proceder a cambios verdaderamente significativos. Con todo, su elección constituye un síntoma evidente de la magnitud de la crisis de la globalización neoliberal.

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La reciente elección de Donald Trump, el Brexit, el incremento de los votos fascistas en Europa, pero también y aún más, la victoria electoral de Syriza y el crecimiento de Podemos, son manifestaciones de la profundidad de la crisis del sistema neoliberal globalizado. Este sistema, que siempre he considerado insostenible, implosiona ante nuestros ojos en su mismo corazón. Todos los intentos para salvar el sistema –para evitar lo peor, dicen– mediante ajustes menores están condenados al fracaso.

Pero la implosión del sistema no es sinónimo de avances en el camino hacia la construcción de una alternativa favorable para los pueblos: el otoño del capitalismo no coincide automáticamente con una primavera de los pueblos. Los separa una brecha que da a nuestra época una tonalidad dramática, reveladora de los peligros más graves. No obstante, esta implosión –que es inevitable– debe entenderse precisamente como una oportunidad histórica que se ofrece a los pueblos, pues desbroza el camino para avances posibles hacia la construcción de una alternativa que tiene dos componentes inseparables: (I) planes nacionales para el abandono de las reglas fundamentales de la gestión económica liberal, en beneficio de proyectos soberanos populares que pongan en primer lugar los avances sociales; (II) en el plano internacional la construcción de un sistema negociado de globalización policéntrica.

Avances paralelos en estos dos planos serán posibles sólo si las fuerzas políticas de la izquierda radical conciben una estrategia para ello y logran movilizar a las clases populares para progresar en la consecución de los objetivos. Este no es el caso aún, como lo demuestran los retrocesos de Syriza, las ambigüedades y confusiones de los votantes británicos y estadounidenses, y la extrema timidez de los herederos del eurocomunismo.

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El sistema vigente en los países de la tríada imperialista (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón) se basa en el ejercicio de un poder absoluto por parte de las oligarquías financieras nacionales. Sólo ellas gestionan el conjunto de los sistemas productivos nacionales, logrando reducir a la condición de subcontratistas a casi todas las pequeñas y medianas empresas en la agricultura, la industria y los servicios, en beneficio exclusivo del capital financiero. Estas oligarquías gestionan los sistemas políticos herederos de la democracia burguesa electoral y representativa, habiendo llegado a domesticar a los partidos políticos electorales de derecha e izquierda, obviamente al precio de erosionar la legitimidad de la práctica democrática. Estas oligarquías controlan también los aparatos de propaganda, habiendo reducido los patrones de información a la condición de coro mediático a su exclusivo servicio. Ninguno de estos aspectos de la dictadura de la oligarquía está siendo cuestionado seriamente por los movimientos sociales y políticos en el seno de la tríada, especialmente en los EE.UU.

Las oligarquías de la tríada pretenden extender su poder a todo el planeta, imponiendo una forma particular de globalización, la del liberalismo mundializado. Pero se enfrentan aquí a resistencias más consistentes de lo que lo son en las sociedades de la tríada, herederas y beneficiarias de las “ventajas” de la dominación imperialista. Porque si los estragos sociales del liberalismo son visibles en Occidente, son diez veces mayores en las periferias del sistema. Hasta el punto de que pocos regímenes políticos pueden seguir aparentando ser legítimos a los ojos de su pueblo. Fragilizadas al extremo las clases, y los Estados compradore que constituyen las correas de transmisión de la dominación del imperialismo colectivo de la tríada son, de hecho, considerados con razón por las oligarquías del centro como aliados no del todo seguros. La lógica del sistema requiere así la militarización y el derecho que se otorga a sí mismo el imperialismo para intervenir –incluyendo la guerra– en los países del sur y el este. Todas las oligarquías de la tríada son “halcones”; la OTAN, un instrumento de agresión permanente, se ha convertido de hecho en la más importante de las instituciones del imperialismo contemporáneo.

La prueba de que se ha elegido esta opción agresiva fue dada por el tono de las palabras del presidente Obama durante su última gira europea (noviembre de 2016), tranquilizando a los vasallos europeos sobre el compromiso de los Estados Unidos dentro de la OTAN. Es evidente que la organización no se presenta como un instrumento de agresión –lo cual realmente es– sino como un medio de asegurar la “defensa” de Europa. ¿Amenazada por quién?

Pues para empezar por Rusia, como nos repite el coro mediático de rigor. La realidad es diferente; lo que se le reprocha a Putin es no aceptar el golpe de estado euro-nazi de Kiev, ni el poder de los políticos mafiosos en Georgia. Hay que contenerla, más allá de las sanciones económicas, por amenazas de guerra como las proferidas por Hilary Clinton.

Luego, se nos dice, está la amenaza terrorista planteada por el yihadismo islámico. Una vez más, la opinión pública está perfectamente manipulada. Porque el yihadismo es el producto inevitable del apoyo que la tríada sigue otorgando al Islam político reaccionario inspirado y financiado por el wahabismo del Golfo. El ejercicio de este supuesto poder islámico es la mejor garantía para la destrucción total de la capacidad de las sociedades de la región de resistir el diktat de la globalización neoliberal. También ofrece la mejor excusa para dar apariencia de legitimidad a las intervenciones de la OTAN. En este sentido, la prensa de los Estados Unidos reconoció que la acusación realizada por D. Trump de que Hilary había apoyado activamente el establecimiento del Daesh estaba bien fundada.

Añadamos que el discurso que vincula la participación en las misiones de la OTAN con la defensa de la democracia se revela una farsa cuando es confrontado con la realidad.

III La derrota de Hillary Clinton –más que el triunfo de Donald Trump– es una buena noticia. Tal vez aleje la amenaza del clan de los halcones más agresivos, dirigido por Obama y Hilary Clinton.

Digo “tal vez”, porque no está dicho que Trump no introducirá a su país en un camino diferente.

En primer lugar, ni la opinión de la mayoría que lo apoya ni la de la minoría que se manifiesta en su contra le obligan a ello. El debate se ha establecido únicamente sobre algunos de los problemas sociales de los EE.UU. (particularmente antifeminismo y racismo). No pone en cuestión los fundamentos económicos del sistema, origen del deterioro de las condiciones sociales de amplios sectores. El carácter sagrado de la propiedad privada, incluido el de los monopolios, se mantiene intacto; que el propio Trump sea un multimillonario ha sido un activo, no un obstáculo para su elección.

Pero además el debate nunca ha versado sobre la agresiva política exterior de Washington. Nos hubiera gustado ver a los manifestantes contra Trump de hoy protestar ayer contra las agresivas propuestas de Hilary Clinton. Obviamente, esto no sucedió; los ciudadanos de los EE.UU. nunca han condenado la intervención militar en el exterior y los crímenes contra la humanidad que acompañan a esa intervención.

La campaña electoral de Sanders había despertado muchas esperanzas. Atreviéndose a introducir en el debate una perspectiva socialista, Sanders iniciaba una saludable politización de la opinión pública, que no es más imposible en los EE.UU. que en otros lugares. Uno solo puede deplorar, en estas condiciones, la capitulación de Sanders y su posterior apoyo a Clinton.

Aún más importante que el peso de la “opinión pública” es el hecho de que la clase dirigente de los Estados Unidos no concibe otra política internacional que la actual, y eso desde la creación de la OTAN hace 70 años –garantía de su dominio sobre todo el planeta.

Habría, se nos dice, “palomas” y “halcones” en los dos campos, republicanos y demócratas, que dominan el Congreso y el Senado. El primero de estos calificativos es, sin duda, exagerado; se trata de halcones que reflexionan un poco más antes de embarcarse en una nueva aventura. Trump y algunos en su entorno están quizás entre ellos. Si es así, mucho mejor. Pero hay que evitar hacerse demasiadas ilusiones al respecto, aunque también explotar esa pequeña grieta en el edificio esdaunidense para fortalecer la construcción de una globalización diferente, un poco más respetuosa con el derecho de los pueblos y las exigencias de la paz. Algo que los vasallos europeos de Washington temen más que nada.

Por otra parte, las palabras de D. Trump sobre la política internacional de los Estados Unidos son contradictorias. Por un lado parece estar dispuesto a entender la legitimidad de los temores de Rusia ante a los planes agresivos de la OTAN en relación con Ucrania y Georgia, mientras Moscú mantiene en Siria el combate contra el terrorismo yihadista. Pero luego dijo que quería dar por terminado el acuerdo nuclear con Irán. Y no se sabe todavía si está decidido a continuar con la política de apoyo incondicional de Obama a Israel o si va a matizar este apoyo.

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Por lo tanto, es preciso situar la victoria electoral de D. Trump en el marco más amplio de las manifestaciones de la implosión del sistema. Todas estas manifestaciones, hasta hoy ambiguas, pueden conducir a mejores situaciones, pero también a detestables derivas.

Algunos de los cambios vinculados a estos acontecimientos en modo alguno cuestionan el poder de la clase dominante oligárquica. Este es el caso de Brexit, la elección de Trump, los proyectos de los fascistas europeos.

Ciertamente, la campaña a favor del Brexit recurrió a argumentos nauseabundos. Para empezar, el proyecto de separación no cuestiona la opción fundamental capitalismo/imperialismo de Gran Bretaña. Solo sugiere que en la conducción de su política exterior, Londres puede tener una flexibilidad que le permita tratar directamente con sus socios, los Estados Unidos, en primera línea. Pero detrás de esta opción se dibuja igualmente lo que ya deberíamos saber: que el Reino Unido no acepta la Europa alemana. Esta dimensión del Brexit es sin duda positiva.

Los fascismos europeos –que marchan viento en popa– se sitúan en la extrema derecha; es decir, no cuestionan el poder de las oligarquías en sus respectivos países. Solo desean ser elegidos por ellas para poner el poder a su servicio. Al mismo tiempo, por supuesto, apelan a nauseabundos argumentos racistas, lo que les evita tener que responder a los verdaderos desafíos a los que se enfrentan sus pueblos.

El discurso de D. Trump se sitúa en esta categoría de las falsas críticas de la globalización liberal. Su tono “nacionalista” tiene como objetivo reforzar el control por parte de Washington de sus aliados subalternos, no el concederles una independencia que tampoco exigen. Trump podría, en esta perspectiva, tomar algunas modestas medidas proteccionistas; es lo que por otra parte las administraciones estadounidenses siempre han hecho, sin decirlo, imponiéndolas a sus aliados subalternos a los que no se les ha permitido defenderse. Aquí se perfila una analogía que la Gran Bretaña del Brexit podría querer establecer.

Trump ha dejado entender que las medidas proteccionistas en las que piensa tienen principalmente como objetivo a China. Antes, Obama y Hilary habían ya, a causa de su decisión de desplazar el centro de gravedad de sus fuerzas armadas desde el Oriente Medio a Asia Oriental, designado a China como el rival a batir. Esta estrategia agresiva, económica y militar, en flagrante contradicción con los principios del liberalismo del que Washington presume ser el campeón, podría ser derrotada invitando a China a avanzar en una saludable evolución hacia el fortalecimiento de su mercado popular interno y en la búsqueda de otros socios entre los países del Sur.

¿Derrogará Trump el Tratado de Libre Comercio? Si lo hiciera rendiría un gran servicio a la gente de México y Canadá liberándolos de su condición de vasallos impotentes y por tanto animándolos a involucrarse en nuevos caminos basados en la autonomía de proyectos soberanos populares. Por desgracia hay muy pocas posibilidades de que la mayoría de los representantes republicanos y demócratas en el Congreso y el Senado, todos ellos incondicionalmente vinculados a los intereses de las oligarquías estadounidenses, permitan a Trump ir en ese sentido muy lejos.

Las consecuencias de la hostilidad de Trump contra la Cumbre contra el cambio climático, COP 21, son menos graves de lo que dejan entender sus protagonistas europeos, pues lamentablemente se sabe –o se debería saber– que en cualquier caso el Tratado será letra muerta, pues los países ricos no tienen la intención de mantener sus promesas financieras en esta área.

Por el contrario, algunos efectos de la implosión de la globalización neoliberal pueden asociarse con un progreso social, más o menos débil.

En Europa, la victoria electoral de Syriza y el ascenso de Podemos se inscriben en ese marco. Sin embargo, los proyectos apoyados por estas nuevas fuerzas son contradictorios: rechazo de la austeridad impuesta, pero ilusión por la posibilidad de una reforma europea. La historia se encarga ya de demostrar este error de apreciación en relación con una reforma imposible.

En América Latina los avances realizados durante la primera década del siglo están hoy siendo cuestionados. Los movimientos que llevaron a cabo estos avances sin duda subestimaron el carácter reaccionario de las clases medias de sus países, en particular en Brasil y Venezuela, donde se niegan a compartir con las clases populares los beneficios de un desarrollo digno de este nombre.

La emergencia de otros proyectos –especialmente China y Rusia– también sigue siendo ambigua: ¿es su objetivo “atrapar” por medios capitalistas y en el marco de la globalización capitalista, que están obligados a aceptar ? O, conscientes de que este proyecto es imposible, ¿los poderes relevantes de las sociedades emergentes se orientarán preferentemente en la dirección de instaurar proyectos soberanos populares?

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