
Creo que la palabra más repetida, desde que nos atacó despiadadamente el bicho, es “salvar”. Y no sé a ustedes, pero a mí esa palabra siempre me ha perecido sospechosa. Siempre pensé que, cuando la usamos, estamos escondiendo algo. Hay veces que no, ya lo sé. Hay veces en que, de verdad, se trata de salvar vidas, de reforzar techos antes de que se llenen de agujeros, de intentar que la precariedad no sea siempre el perro flaco al que le acuden más pulgas que ronchas de miseria al sabio pobre de Calderón. Ya sé que a veces la palabra salvar está más que justificada. Pero igual son las menos.