Diez buenas noticias sobre el coronavirus

ignacio lópez goñi

Catedrático de Microbiología de la Universidad de Navarra

Este artículo del microbiólogo pamplonés ha superado en tres días los dos millones de lectores, récord histórico, en la plataforma ‘The Conversation’, que impulsa la difusión de textos de opinión firmados por académicos y científicos con el objetivo de que lleguen a toda la sociedad.

Clasifiquemos al nuevo coronavirus como pandemia o no, el tema va en serio. No hay que quitarle importancia. En menos de dos meses se ha extendido por varios continentes, pero al virus le da igual cómo lo llamemos. Una pandemia implica una transmisión sostenida, eficaz y continua de la enfermedad de forma simultánea en más de tres regiones geográficas distintas. Quizá ya estemos en esa fase, pero eso no es sinónimo de muerte, pues el término no hace referencia a la letalidad del patógeno sino a su transmisibilidad y extensión geográfica.

Lo que sin duda sí hay es una pandemia de miedo. Por primera vez en la historia estamos viviendo una epidemia a tiempo real: todos los medios de comunicación, varias veces al día, todos los días, en todo el planeta, hablan del coronavirus. Seguimos el goteo de cada uno de los casos en directo. ¡Incluso ha sido noticia de portada que el virus en Brasil ha mutado tres veces!

Insisto: el tema es serio, pero una de las primeras víctimas del coronavirus en España ha sido el Ibex35. Hay que informar de lo que está ocurriendo, pero también necesitamos buenas noticias.

He aquí diez de ellas.

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Sabemos quién es Los primeros casos de sida se describieron en junio de 1981 y se tardó más de dos años en identificar al virus causante de la enfermedad. Los primeros casos de neumonía severa se notificaron en China el 31 de diciembre de 2019 y para el día 7 de enero ya se había identificado el virus.

El genoma estuvo disponible el día 10. Ya sabemos que se trata de un nuevo coronavirus del grupo 2B, de la misma familia que el SARS, por lo que le hemos denominado SARSCoV2. La enfermedad se llama COVID19.

Está emparentado con coronavirus de murciélagos. Los análisis genéticos confirman que tiene un origen natural reciente (entre finales de noviembre y principios de diciembre) y que, aunque los virus viven mutando, su frecuencia de mutación no es muy alta.

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Sabemos cómo detectarlo Desde el 13 de enero está disponible para todo el mundo un ensayo de RT-PCR para detectar el virus.

En los últimos meses se han perfeccionado este tipo de pruebas y evaluado su sensibilidad y especificidad.

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En China la situación está mejorando Las fuertes medidas de control y aislamiento impuestas por China están dando sus frutos. Desde hace ya varias semanas, el número de casos diagnosticados disminuye cada día.

En otros países se está haciendo un seguimiento epidemiológico muy detallado. Los focos son muy concretos, lo que puede permitir controlarlos con mayor facilidad. Por ejemplo, en Corea del Sur y Singapur.

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El 80% de los casos son leves La enfermedad no causa síntomas o son leves en un 81% de los casos. En el 14% restante puede causar neumonía grave y en un 5% puede llegar a ser crítica o incluso mortal.

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La gente se cura Los únicos datos que a veces se muestran en los medios de comunicación son el aumento del número de casos confirmados y el número de fallecimientos, pero la mayoría de la gente infectada se cura. Hay 13 veces más pacientes curados que fallecidos, y la proporción va en aumento.

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No afecta (casi) a los menores de edad Solo el 3% de los casos ocurre en menores de 20 años, y la mortalidad en menores de 40 años es solo del 0,2%. En menores los síntomas son tan leves que puede pasar desapercibido.

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El virus se inactiva fácilmente El virus puede ser inactivado de las superficies de forma eficaz con una solución de etanol (alcohol al 62-71%), peróxido de hidrógeno (agua oxigenada al 0,5%) o hipoclorito sódico (lejía al 0,1%), en solo un minuto. El lavado de manos frecuente con agua y jabón es la manera más eficaz de evitar el contagio.

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Ya hay más de 150 artículos científicos Es el momento de la ciencia y la cooperación. En poco más de un mes ya se pueden consultar 164 artículos en PubMed sobre COVID19 o SARSCov2, además de otros tantos disponibles en los repositorios de artículos todavía no revisados por pares. Son trabajos preliminares sobre vacunas, tratamientos, epidemiología, genética y filogenia, diagnóstico y aspectos clínicos.

Estos artículos están elaborados por cerca de 700 autores repartidos por todo el plantea. Es ciencia en común, compartida y en abierto. En 2003, cuando ocurrió lo del SARS, se tardó más de un año en obtener menos de la mitad de artículos.

Además, la mayoría de las revistas científicas han dejado en abierto sus fondos sobre los coronavirus.

9

Ya hay prototipos de vacunas Nuestra capacidad de diseñar nuevas vacunas es espectacular. Ya hay más de ocho proyectos contra el nuevo coronavirus. Hay grupos que trabajan en proyectos de vacunas contra otros virus similares y ahora tratan de cambiar de virus.

Lo que puede alargar su desarrollo son todas las pruebas necesarias de toxicidad, efectos secundarios, seguridad, inmunogenicidad y eficacia en la protección. Por eso, se habla de varios meses u años, pero algunos prototipos ya están en marcha.

Por ejemplo, la vacuna mRNA-1273 de la empresa Moderna consiste en un fragmento de RNA mensajero que codifica para una proteína derivada de glicoproteína S de la superficie del coronavirus. Esta compañía tiene prototipos similares para otros virus.

Inovio Pharmaceuticals ha anunciado una vacuna sintética ADN para el nuevo coronavirus, INO-4800, basada también en el gen S de la superficie del virus. Por su parte, Sanofi va a emplear su plataforma de expresión en baculovirus recombinantes para producir grandes cantidades del antígeno de superficie del nuevo coronavirus.

El grupo de vacunas de la Universidad de Queensland, en Australia, ha anunciado que ya está trabajando en un prototipo empleando la técnica denominada molecular clamp, una novedosa tecnología que consiste en crear moléculas quiméricas capaces de mantener la estructura tridimensional original del antígeno viral. Esto permite producir vacunas empleando el genoma del virus en un tiempo récord.

Novavax es otra empresa biotecnológica que ha anunciado su trabajo con el coronavirus. Posee una tecnología para producir proteínas recombinantes que se ensamblan en nanopartículas y que, con un adyuvante propio, son potentes inmunógenos.

En España es el grupo de Luis Enjuanes e Isabel Sola, del CNB-CSIC, el que están trabajando en vacunas contra los coronavirus desde hace años.

Algunos de estos prototipos pronto se ensayarán en humanos.

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Hay más de 80 ensayos clínicos con antivirales en curso Las vacunas son preventivas. Más importante aún son los posibles tratamientos de las personas que ya están enfermas. Ya hay más de 80 ensayos clínicos para analizar tratamientos contra el coronavirus. Se trata de antivirales que se han empleado para otras infecciones, que ya están aprobados y que sabemos que son seguros.

Uno de los que ya se ha ensayado en humanos es el remdesivir, un antiviral de amplio espectro, todavía en estudio, que ha sido ensayado contra el ébola y el SARS/MERS. Es un análogo de la adenosina que se incorpora en la cadena de ARN viral e inhibe su replicación.

Otro candidato es la cloroquina, un antimalárico que también tiene una potente actividad antiviral. Se sabe que bloquea la infección aumentando el pH del endosoma que se necesita para la fusión del virus con la célula, lo que inhibe su entrada. Se ha comprobado que este compuesto bloquea al nuevo coronavirus in vitro y ya se está empleando en pacientes a los que el virus ha causado neumonía.

Lopinavir y Ritonavir son dos inhibidores de las proteasas empleados como terapia antirretroviral que inhiben la maduración final del virus del sida. Como se ha comprobado que la proteasa del SARSCov2 es similar a la del VIH, ya se ha ensayado esta combinación en enfermos por el coronavirus.

Otros ensayos propuestos se basan en el uso del oseltamivir (un inhibidor de la neuraminidasa empleado contra el virus de la gripe), interferón-1b (proteína con función antiviral), antisueros de personas ya recuperadas y anticuerpos monoclonales para neutralizar el virus. Incluso se han sugerido nuevas terapias con sustancias inhibidoras, como la baricitinibina, seleccionadas mediante inteligencia artificial.

Final

La pandemia de gripe de 1918 causó más de 25 millones de muertos en menos de 25 semanas. ¿Podría volver a ocurrir algo similar hoy en día? Como vemos, muy probablemente no. Nunca hemos estado mejor preparados para combatir una pandemia.

Lo que sin duda sí hay es una pandemia de miedo. Por primera vez en la historia estamos viviendo una epidemia a tiempo real: todos los medios de comunicación, varias veces al día, todos los días, en todo el planeta, hablan del coronavirus

El tema es serio, pero nunca hemos estado mejor preparados para combatir una pandemia

2 comentarios en “Diez buenas noticias sobre el coronavirus

  1. El coronacapitalismo

    Hace ya varios siglos que la humanidad contrajo un virus fatal, una especie de pandemia económica a la que, hoy en día, podríamos llamar coronacapitalismo
    El sentido común ha sido tan derrotado en las últimas décadas que vivimos acostumbrados al delirio como lo más normal. Aceptamos como inevitables cosas bien raras. Por ejemplo, que el mayor peligro con el que nos amenaza el coronavirus no es que infecte a las personas, sino que infecta a la economía. Resulta que nuestra frágil existencia humana no resulta tan vulnerable como nuestro vulnerable sistema económico, que se resfría a la menor ocasión. Naomi Klein dijo una vez que los mercados tienen el carácter de un niño de dos años y que en cualquier momento pueden cogerse una rabieta o volverse medio locos. Ahora pueden contraer el coronavirus y desatar quién sabe si una guerra comercial global. Los economistas no cesan de buscar una vacuna que pueda inyectar fondos a la economía para inmunizar su precaria etiología neurótica. Se encontrará una vacuna para la gente, pero lo de la vacuna contra la histeria financiera resulta más difícil.
    Para nosotros es ya una evidencia cotidiana: la economía tiene muchos más problemas que los seres humanos, su salud es más endeble que la de los niños y, por eso, el mundo entero se ha convertido en un Hospital encargado de vigilar para que no se constipe. Somos los enfermeros y asistentes de nuestro sistema económico. El caso es que hace cincuenta años aún se recordaba que este sistema no era el único posible, pero hoy en día ya nadie quiere pensar en eso. Por otra parte, los que intentaron cambiarlo en el pasado fueron tan derrotados y escarmentados que todo hace pensar que en efecto la cosa ya no tiene marcha atrás y que cualquier día que los mercados decidan acabar con el planeta por algún infantil capricho o alguna infección agresiva llegará el fin del mundo y santas pascuas. “El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin el hombre”, decía Claude Lévi-Strauss. Estaremos aquí mientras así sea la voluntad de la Economía. Lo mismo se pensaba antes de la voluntad de los dioses. La diferencia es que éstos, normalmente, no tenían el carácter de un niño de tres años, ni se contagiaban del virus de la gripe.
    Sorprende leer algunos textos de hace un siglo, cuando todavía no habíamos ingresado en este manicomio global. Por ejemplo, es muy impactante releer una conferencia que John Maynard Keynes impartió en Madrid en 1930 y que llevaba el significativo título “Las posibilidades económicas de nuestros nietos”. Hace de ello casi cien años. Y eso era lo que se planteaba Keynes, qué sería del mundo económico cien años después. La cosa tiene incluso gracia. El gran genio de la economía del siglo XX pronostica, nada más y nada menos, que en cosa de cien años (allá por el año 2020, vaya) “la humanidad habrá resuelto ya su problema económico”, es decir, que nos habremos librado de la “economía”, del problema de cómo “administrar recursos escasos”, sencillamente porque ya no serán escasos. La cosa le parece evidente a la luz de lo que él considera una “enfermedad” que ha contraído la economía de su tiempo: el paro y la sobreproducción. Esta “enfermedad”, al contrario que el “coronavirus”, anunciaba un futuro muy prometedor y, en realidad, demostraba (¡increíble afirmación!) “que el problema económico no es el problema permanente del género humano” (el subrayado es de Keynes). O sea, acuerdo total con Aristóteles y desacuerdo con la filosofía subyacente a la ciencia económica: no somos un homo economicus, sino un ser social que tiene un problemilla económico que se puede remediar (en Aristóteles, teniendo esclavos; en la actualidad, con el progreso técnico y la organización de la producción). Hasta el momento, la economía ha sido una enfermedad congénita para la humanidad (o quizás, más bien, un virus que contrajo con la separación de las clases sociales, porque en las sociedades neolíticas, según atestigua la antropología, siempre se trabajó mucho menos que ahora). En todo caso, con la revolución industrial se habría descubierto la vacuna. En resumen, a Keynes le parece obvio que, allá por el año 2020, los seres humanos podrían trabajar “quince horas a la semana, en turnos de tres horas al día” y, aún así, seguiría sobrando riqueza: “tres horas al día es suficiente para satisfacer al viejo Adán que hay dentro de nosotros”.
    Así es que el bueno de Keynes se plantea un grave problema existencial: ¿qué hará la humanidad con tanto tiempo libre?, ¿no le provocará ansiedad?, ¿nos pasará a todos como “a las esposas de las clases adineradas, mujeres desafortunadas que ya no saben qué hacer con su vida desocupada y aburrida”? El ocio puede ser un arma de dos filos, pues el aburrimiento puede ser letal desde un punto de vista psíquico. Otro peligro es que no seamos capaces de reprimir nuestros instintos agresivos, impidiendo las guerras, que todo lo destruyen. Es una cuestión de educación, habrá que acostumbrar a la población a divertirse y a ser buena gente. Por lo demás, si dejamos que los especialistas en economía resuelvan los cada vez menores problemas económicos, del mismo modo “que hacen los odontólogos, como personas honestas y competentes”, todo irá bien.
    En fin, sorprende que un genio económico como Keynes ni por un momento repare en que bajo condiciones capitalistas es imposible repartir el trabajo y reducir la jornada laboral, algo que Marx ya demostró en 1867. Y que, por tanto, el problema no será el aburrimiento o la agresividad, sino el capitalismo. El capitalismo no genera ocio, sino paro, que no es lo mismo. Paro y trabajo excesivo; pero de repartir nada, porque económicamente es imposible, porque la economía se pondría enferma con ese reparto, un auténtico virus letal desde el punto de vista de los negocios. En cuanto a las guerras, bajo el capitalismo tienen poco que ver con la agresividad humana. Como muy bien dijo en los años ochenta el filósofo Günther Anders, “el capitalismo no produce armas para las guerras, sino guerras para las armas”. Las guerras son, ante todo, mercados solventes para la producción armamentística. Así son los caprichos de eso que llamamos “la economía”.
    Keynes no menciona eso del “capitalismo”, lo mismo que tampoco suele mencionarse hoy. El capitalismo es sencillamente la vida económica de la humanidad, como se piensa en Intereconomía y, en general, en nuestro actual modelo ideológico. Pero Keynes no era un vulgar tertuliano y pensaba, como todo bien nacido, que ese “problema económico” se podía dejar atrás. Hasta el momento, como dijo Raoul Vaneigem en 1967, “supervivir nos ha impedido vivir”; pero ha llegado el momento de librarnos de la asfixiante lucha por la supervivencia y comenzar a vivir un poco según lo que Marx llamaba “el reino de la libertad” (en palabras de Aristóteles, no hay que conformarse con vivir, sino con una vida buena). Así es que, como Keynes era una buena persona, sólo le queda el recurso a la ingenuidad: la humanidad no será tan estúpida de seguir sin repartir el trabajo y aprovecharse de la sobreproducción (que la sociedad de consumo demuestra a diario de manera tan extravagante). Él no podía sospechar que los “especialistas odontólogos” que iban a acabar por gestionar la “economía” iban a ser Milton Friedman y sus Chicago boys, y que, en el año 2020, lejos de “habernos librado del problema económico”, íbamos a vivir en una cárcel económica asfixiante, temerosos de la que la economía contraiga algún virus o estalle en alguna imprevisible rabieta. Actualmente, lo primordial ya no es construir un Estado del Bienestar para la población, sino estar pendientes del Bienestar de la Economía, que tiene sus propios problemas y sus propias soluciones, que poco tienen que ver con las de los seres humanos.
    Sorprende tanta ingenuidad en un hombre de la talla de Keynes. Qué diferencia con el diagnóstico que hacían las izquierdas. Yo ya no creo mucho en eso de la célebre “superioridad moral de la izquierda”, pero sí creo que su superioridad intelectual fue indiscutible. Aún recuerdo una entrevista en la televisión que hicieron durante la Transición a Federica Montseny, cuando regresó a España tan anciana. “Sigo pensando lo mismo de siempre. Hay que superar el capitalismo, porque el capitalismo es incapaz de repartir el trabajo”. Lo mismo que había diagnosticado Paul Lafargue, el yerno de Marx, en su magistral ensayo El derecho a la pereza (1880), en el que definía el comunismo como el medio para lograr que los avances de la técnica se tradujeran en ocio y en descanso, en lugar de en paro y en sobreproducción. Si las lanzaderas tejieran solas, había dicho Aristóteles, no harían falta esclavos. Pues, bien, afirma Lafargue, las lanzaderas ya tejen solas. Cada descubrimiento técnico que doble la productividad, debería ir seguido de una decisión parlamentaria: ¿preferimos tener el doble y seguir trabajando lo mismo o trabajar la mitad y tener lo mismo que antes? Puro sentido común. Lo mismo que dice Keynes. Lo que pasa es que Lafargue sabe que bajo el capitalismo eso es imposible. Por eso era comunista, sólo que en un sentido enteramente opuesto al estajanovismo y a la cultura proletaria que se instauró en la URSS y la China maoísta (algo que seguramente tuvo poco que ver con el comunismo y bastante con el hecho de estar continuamente en guerra o amenazados por ella).
    Pero pensemos en otro eminente genio del siglo XX: Bertrand Russell. En 1932 escribió Elogio de la ociosidad, un texto en todo semejante al de Paul Lafargue, donde podemos leer: “El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí mismo fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización”. Con la técnica moderna, sin duda que sí. Con el capitalismo no, como bien se ha demostrado cien años después. Otro ingenuo. Aunque no tanto: Russell tiene muy claro que, durante la guerra, la “organización científica de la producción” (lo que en el lado comunista se llamaba “planificación económica”) había permitido fabricar armas y municiones suficientes para la victoria. “Si la organización científica”, nos dice, “se hubiera mantenido al finalizar la guerra, la jornada laboral habría podido reducirse a cuatro horas y todo habría ido bien”. Pero, por el contrario, “se restauró el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar excesivamente y al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo”. En los años 30, Bertrand Russell protesta indignado con impaciencia: “¡Los hombres aún trabajan ocho horas!”. Ello lleva a la sobreproducción en todos los sectores, las empresas quiebran, los trabajadores son despedidos y arrojados al paro. “El inevitable tiempo libre produce miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?”. Russell no ve otra solución que reducir la jornada laboral a cuatro horas diarias. Eso acabaría con el paro y con la sobreproducción que hace quebrar a las empresas. Vemos que coincide punto por punto con el diagnóstico de Keynes. En cambio, si hoy en día se te ocurre decir la cuarta parte de esto, te consideran un demagogo populista. Keynes y Russell están superados, debe de ser que ya tenemos gente más lista por ahí, en las tertulias de la radio (o quizás en las Facultades de Economía).
    “Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades”, continúa diciendo Bertrand Russell. No, porque él tiene confianza en las virtudes civilizatorias del ocio, del tiempo libre. De hecho, está convencido de que “sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie”. Lo que ocurre es que, como bien sabía Aristóteles y bien recordaba Paul Lafargue, para que haya existido una clase ociosa siempre han hecho falta esclavos o proletarios. Pero ya no es así, los progresos técnicos de la humanidad nos auguran “un mundo en el que nadie esté obligado a trabajar más de cuatro horas al día”, de modo que ahora es posible “democratizar el tiempo libre” y que “toda persona con curiosidad científica pueda satisfacerla, y todo pintor pueda pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros”. El tiempo libre se invertirá en las artes y las ciencias, en la política y el progreso moral de la humanidad. “Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán sólo distracciones pasivas e insípidas” y muchos dedicarán sus esfuerzos a “tareas de interés público”. La conclusión de Bertrand Russell es impactante por ser muy de sentido común: “Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; en vez de esto, hemos elegido el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir necios para siempre”.
    ¿No? Que se lo pregunten a nuestros actuales tertulianos y a nuestras autoridades económicas también. Sí hay una razón y se llama capitalismo. Porque Russell, como Keynes, piensan que es una cuestión de necedad o de humana insensatez. Russell piensa que es porque nos han comido el tarro con una ética del trabajo delirante. Estamos empeñados en que “el trabajo es un deber”. Empeñados en que “el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre”. De ahí su angustiosa pregunta: “¿Qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar muchas horas?”. Pero Russell (como Keynes) se preocupaba inútilmente. Los tiempos iban a demostrar que, mientras siguiera existiendo el capitalismo, eso no sucedería jamás, sino todo lo contrario. Gozamos ahora de desarrollos técnicos inimaginables para él (y para Keynes). Y no ha aumentado el tiempo libre, sino el paro y la precariedad. Y el trabajo excesivo. Y sería demasiado sarcástico eso de intentar convencer a los precarios y los parados de que si se empeñan en trabajar es porque hay una “ética del trabajo” que les tiene comido el coco. No es una cuestión ética. Es una cuestión económica, que tiene que ver con un sistema que Lafargue, Montseny y Marx hacían muy bien en llamar “capitalista”.
    De hecho, ha ocurrido todo lo contrario de lo que pensaban Keynes o Russell. En realidad, actualmente no es que trabajemos “todavía” ocho horas. La gente trabaja mucho más. En un cierto sentido, incluso (como ha contado Santiago Alba Rico en sus últimos libros), actualmente trabajamos 24 horas diarias, pues el capitalismo ya no sólo explota el trabajo, sino también el ocio. La tecnología, bajo el capitalismo, no ha liberado ocio alguno: ha borrado las fronteras entre el ocio y el trabajo. Así que hasta los parados generan activamente beneficio y no sólo, como antes, en la medida en que el paro era una función de la producción misma, sino porque están conectados a la red y consumiendo no sólo mercancías baratas sino imágenes asociadas a grandes empresas de la comunicación. El situacionista y anticapitalista Vaneigem, en 1967, sí que era bien consciente de que esto empezaba ya a ocurrir: “Ahora, los tecnócratas, en un hermoso aliento humanitario, incitan a desarrollar mucho más los medios técnicos que permitirían combatir eficazmente la muerte, el sufrimiento, la fatiga de vivir. Pero el milagro sería mucho mayor si en lugar de suprimir la muerte se suprimiera el suicidio y el deseo de morir. Existen formas de abolir la pena de muerte que hacen que se la eche de menos”.
    En todo caso, la ingenuidad de Keynes, la sensatez de Russell, la genialidad de Lafargue, nos retrotraen a épocas en las que aún no se había perdido el sentido común, cuando aún se tenía el derecho a no estar loco. No porque el mundo no estuviera igual de loco, como atestiguan dos guerras mundiales y no pocas crisis económicas devastadoras, sino porque el sentido común no había sido todavía tan pisoteado. Aún no habíamos perdido tantas batallas, como demuestra el espíritu del 45 que Ken Loach inmortalizó en su magnífica película: “si el socialismo nos ha permitido gestionar la guerra, tiene que servirnos para gestionar la paz”, se decía por aquél entonces. La segunda guerra mundial la habían ganado los comunistas. Pero es que también las grandes potencias aliadas, durante la guerra, habían sido socialistas a la hora de organizar su producción. ¿No podía hacerse lo mismo para organizar la paz? Sin duda, así lo demostró la Europa del Bienestar durante dos décadas. Pero había otra guerra en curso, la de la lucha de clases. Y un duro camino que recorrer hasta que el magnate Warren Buffett dijera su célebre frase: “naturalmente que hay lucha de clases, pero es la mía la que va ganando”.
    La derrota estaba servida. El “socialismo del bienestar”, que existió en Alemania y los países nórdicos durante los años sesenta y setenta, como una especie de lujo que los ricos se podían permitir, ha sido derrotado. Y los intentos de hacer lo mismo que tuvieron los países más pobres, ensayando un socialismo compatible con el orden constitucional y la democracia, fueron machacados uno tras otro mediante un rosario de golpes de Estado, invasiones y bloqueos económicos. Ahora bien, por lo menos, no perdamos del todo la memoria y el sentido común. Recordemos qué es lo que ha pasado y no nos creamos más juiciosos que Keynes o Russell. Lejos de habernos librado del “problema económico” vivimos sometidos a una economía cada vez más chiflada, cada vez más vulnerable y cada vez más tiránica. Pero el que la economía se haya vuelta loca no implica que nosotros nos volvamos locos también, olvidando dónde está el problema. En esa época, ni las izquierdas ni las derechas habían perdido el juicio como ocurre actualmente (como empezó a ocurrir a partir de los años ochenta, cuando se inició la hegemonía neoliberal). Fue un autor católico bien de derechas, como era G.K. Chesterton, quien mejor describió el problema psiquiátrico al que nos veíamos abocados y lo hizo en 1935, poco más o menos en los años en la que han hablado Keynes y Russell. Conviene releer ahora su magnífico artículo Reflexiones sobre una manzana podrida. Dependiendo de nuestras convicciones religiosas -nos dice- podemos o no creer en los milagros. Y en los cuentos de hadas. Podemos creer que una planta de alubias puede subir hasta el cielo, pues al fin y al cabo que existan las alubias ya es un misterio bastante increíble. Pero lo que no puede ser es que cincuenta y siete alubias sean lo mismo que cinco. O que multiplicar panes y paces dé como resultado menos panes y menos peces. Una cosa es la fe o la credulidad y otra muy distinta la locura y el absurdo. “La historia de los panes y los peces no convence al escéptico, pero tiene sentido. Pero ningún Papa o sacerdote pidió jamás que se creyera que miles de personas murieron de hambre en el desierto porque fueron abundantemente alimentados con panes y con peces. Ningún credo o dogma declaró jamás que había muy poca comida porque había demasiados peces”.
    Y sin embargo, nos dice Chesterton, “esa es la precisa, práctica y prosaica definición de la situación presente en la moderna ciencia económica. El hombre de la Edad del Sinsentido debe agachar la cabeza y repetir su credo, el lema de su tiempo: Credo qua impossibile”. La situación es tan absurda que “nos enteramos de que hay hambre porque no hay escasez, y de que hay tan buena cosecha de patatas que no hay patatas. Esta es la moderna paradoja económica llamada superproducción o exceso de mercado”.
    El problema fundamental estaba ya previsto desde hace mucho tiempo por Aristóteles, que descubrió la “economía” al tiempo que nos advirtió de sus peligros. El mayor enemigo de la ciudad, de la polis, nos dijo, es la hybris, la desmesura, el infinito, la falta de límites. Y la economía corre demasiado el riesgo de devenir infinita. Un médico, por ejemplo, en tanto que médico persigue la salud del paciente. Su actividad tiene un fin que se completa y concluye con la sanación del enfermo. Por eso es muy importante que el médico no cobre dinero (o como ocurre hoy día en la sanidad pública, que cobre un sueldo fijo del Estado). Porque si el médico comienza a cobrar por sus curaciones, se habrá iniciado un proceso que no tiene por qué tener fin, pues el fin ya no es la salud, sino la ganancia y el ansia de ganancia no tiene por qué detenerse nunca, de modo que la salud o la enfermedad se convierten más bien en medios para seguir haciendo girar la rueda de los negocios. A este tipo de economía, Aristóteles le llamó “crematística” y la consideró con razón el mayor enemigo de la ciudad. Y su temor tenía mucho de profético, porque apuntaba ya a una situación en la que la sociedad entera estuviera sustentada por el infinito y la desmesura. Un monstruo tiránico para lo que todo serían medios de enriquecimiento. Ni en la peor de sus pesadillas, Aristóteles habría podido concebir el mundo actual, en el que la economía ha cobrado vida propia y tiene ya su propio metabolismo que en absoluto coincide con el de la sociedad y los seres humanos que la habitan.
    Chesterton pone el mismo ejemplo: un hombre que vendía navajas de afeitar y luego explicaba a los clientes indignados que él nunca había afirmado que sus navajas afeitaran, pues no habían sido hechas para afeitar, sino para ser vendidas. Lo mismo que ahora los tomates, que ya no tienen porque saber a tomate con tal de que se vendan. Y así con todo lo demás. Durante los años 80, las vacas gallegas se alimentaron de mantequilla. Puede parecer absurdo desde un punto de vista humano, pues la elaboración de mantequilla lleva mucho trabajo y la mantequilla sale de las vacas. Pero desde un punto de vista económico resultaba de lo más sensato. Todas las empresas que fabrican mantequilla intentan agotar el mercado, de modo que acaba sobrando mucha mantequilla. La única salida a la crisis del sector es intentar imponerse a la competencia, procurando ser el último en quebrar, lo cual requiere fabricar masivamente más mantequilla al mejor precio. Y entonces se descubrió que las vacas alimentadas con mantequilla producían mucha más mantequilla. Al fin y al cabo, la mantequilla no se producía para engordar, sino para la venta. Ya lo había previsto Chesterton en 1935, porque en esos tiempos aún quedaba algo de sentido común: “Si un hombre en lugar de fabricar tantas manzanas como quiere, produce tantas manzanas como se imagina que el mundo entero necesita, con la esperanza de copar el comercio mundial de manzanas, entonces puede tener éxito o fracasar en el intento de competir con su vecino, que también desea todo el mercado mundial para sí”. La sed de ganancia introduce el infinito en la ciudad, la hybris hace reventar a todas las instituciones destinadas a administrar la modesta vida finita de los seres humanos. De hecho, en la actualidad, el infinito económico ya no cabe en este mundo, ha rebasado los límites de un planeta finito y redondo, y amenaza con hacerlo reventar. No podemos seguir creciendo un tres por ciento anual en un planeta como este, que más bien decrece por agotamiento de sus recursos.
    Pero el diagnóstico de Chesterton, siendo genial como es, también tiene algo de ingenuo, aunque menos que el de Keynes o Russell. “El comercio”, nos dice, “es muy bueno en cierto sentido, pero hemos colocado al comercio en el lugar de la Verdad. El comercio, que en su naturaleza es una actividad secundaria, ha sido tratado como una cuestión prioritaria, como un valor absoluto”. Es como si el Dios del Génesis, en lugar de contemplar su creación y ver que las cosas eran “buenas”, hubiera exclamado que eran “bienes” destinados a ser comprados y vendidos de forma generalizada. En esto tiene toda la razón, por supuesto. Pero Chesterton se olvida de explicar por qué el mercado se ha convertido en un amo, en lugar de seguir siendo, como le correspondía, un buen esclavo. Marx, en cambio, sí se empeñó en intentar explicarlo y concluyó que se debía a una estructura de la producción, impuesta a sangre y fuego en los anales de la historia, a la que había que llamar “capitalismo”. Si llamamos “comunistas”, ante todo, a los que se empeñaron en luchar contra esa estructura capitalista, no cabe duda de que, en ese sentido, los comunistas tenían (teníamos) toda la razón. Pero no vivimos en un mundo de fantasías, sino enfrentados a la cruda realidad. Hace ya tiempo que perdimos la batalla de los hechos. Pero, por lo menos, que no nos hagan también perder el juicio. El capitalismo existe. No es la economía natural del ser humano. Es un sistema particular, que tiene su propio metabolismo, cada vez más neurótico, cada vez más vulnerable a todo tipo de virus y bacterias, pero que sigue siendo infinitamente poderoso, por lo que, probablemente no acabará más que llevándose todo por delante. No parece probable que el capitalismo, en su demente evolución, nos vaya a traer el comunismo, como creyeron las filosofías de la historia marxistas del siglo XX. Es más probable que nos traiga el Apocalipsis, si no es que ya vivimos en él.
    Hace ya varios siglos que la humanidad contrajo un virus fatal, una especie de pandemia económica a la que, hoy en día, podríamos llamar “coronacapitalismo”. Ese virus respira con más fuerza que todos nosotros juntos. Como una metástasis cancerosa tiene sus propios objetivos y no se preocupa demasiado del cuerpo de la humanidad, al que acabará por exterminar.
    Carlos Fernández Liria

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