Los derechos civiles de los afroamericanos

I Have a Dream”, en castellano, Tengo un sueño”, es un discurso pronunciado por Martin Luther King, el día 28 de agosto de 1963, delante del monumento a Abraham Lincoln en Washington, durante una histórica manifestación de más de 200.000 personas en pro de los derechos civiles para los negros en los EE.UU.

Vengamos al hoy, rayando las 5 de la mañana Bill Murray desveló el Globo de Oro a Mejor comedia para ‘Green Book’. La película protagonizada por Viggo Mortensen y Mahershala Ali y dirigida por Peter Farrelly dio el campanazo: “es una historia sobre Don Shirley, un genio de la música al que no se le consideró suficiente por ser de color. Vivimos en una época en la que estamos divididos, quizás más divididos que nunca antes, y por eso esta película”, defendió el director de esta historia sobre el pianista afroamericano de origen jamaicano Don Shirley que recrea su gira por la América profunda en los años 60, cuando todavía existía la segregación racial.

Viggo Mortensen y Mahershala Ali son los grandes protagonistas de una historia ambientada en 1962, cuando un italoamericano malhablado y violento es contratado por un refinado pianista afroamericano para que le acompañe y le proteja durante su tour musical por los conservadores estados del sur de Estados Unidos. Green Book es un término que hace referencia a las guías de viaje que indicaba a los ciudadanos negros en qué alojamientos de los estados sureño podían pasar la noche

Tengo un sueño” -por los derechos civiles de los afroamericanos- da título al ciclo de invierno de Literatua y Cine en la Casa de Cultura.

Martin Luther King es recordado como una de las grandes figuras del movimiento por los derechos de los afroamericanos. Su relevancia se basa, especialmente, en tres momentos fundamentales: su papel en el boicot de los autobuses de Momtgomery, su apoyo a la formación de la Southern Christian Leadership Conference (SCLS) y su liderazgo en la Marcha sobre Washington por el Trabajo y la Libertad en agosto de 1963, donde pronunció el famoso discurso “I have a dream”

El 1 de diciembre de 1955 Rosa Parks se negó a levantarse de su asiento del autobús en Montgomery para dejar su sitio a un pasajero blanco, lo que originó el boicot de los autobuses y el inicio del llamado movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos. Sin duda, el citado movimiento consiguió grandes logros, pero todavía hoy en día somos testigos de numerosos episodios de discriminación racial en Estados Unidos.

La historia de Estados Unidos está marcada, sin duda, por la esclavitud, sistema fundamentado en la supremacía blanca y en la opresión y la falta de libertades sistemáticas de la población negra. Con la Guerra de Secesión (1861-1865), la esclavitud se abolió, aunque la Proclamación de la Emancipación del 1 de enero de 1863 tuvo un escaso efecto inmediato.

Tengamos en cuenta que muchos de los partidarios de la abolición de la esclavitud no defendían la igualdad de derechos entre negros y blancos. Después del fin de la esclavitud, la segregación racial seguiría imperando en el país. De hecho, deberemos esperar hasta la década de los sesenta del siglo XX para lograr el reconocimiento legal de muchos derechos de los afroamericanos.

Luther King supo ver que la apuesta por las acciones no violentas implicarían una gran cobertura mediática. Y no se equivocó, puesto que las televisiones y los medios de comunicación mostraron las prácticas de segregación que sufrían a diario las personas negras en el sur del país. Todo ello motivó la concienciación y una cierta simpatía generalizada hacia la causa, que se convertiría en el principal tema político estadounidense de los años sesenta. Luther King se caracterizó por ser un abanderado del pacifismo y por su férrea oposición a la Guerra del Vietnam. En 1968, Martin Luther King fue asesinado en Memphis.

En nuestros días el movimiento por los derechos civiles sigue de muchas otras formas. Además de la peor situación social vivida por los afroamericanos, hay que mencionar los numerosos casos de violencia policial hacia la población negra en Estados Unidos.

Un comentario en “Los derechos civiles de los afroamericanos

  1. Andrew J. Bacevich

    El militarismo de Estados Unidos será su perdición
    Sin disculparse ni avergonzarse por su serie de recientes fracasos, el partido de la guerra vuelve a la carga una vez más. Sus miembros reciben con satisfacción la perspectiva de una “Nueva Guerra Fría”

    Recientemente participé en la conmemoración del discurso de Martin Luther King “Más allá de Vietnam: el momento de romper el silencio”, pronunciado originalmente el 2 de abril de 1967 en la iglesia Riverside de Nueva York. King aprovechó la ocasión para anunciar su oposición a la guerra que estaba teniendo lugar en Vietnam. Aunque algunos miembros del movimiento antibélico lo veían venir desde hacía tiempo, esta decisión recibió duras críticas, incluso de partidarios del movimiento en defensa de los derechos civiles. Le acusaron de desviarse de su camino y le indicaron la necesidad de volver al lugar que le correspondía.

    El acto de este año en conmemoración por el 55º aniversario, celebrado también en el magnífico santuario de la iglesia de Riverside, ofreció una estimulante música cristiana y un reflexivo debate sobre las declaraciones de King. Sin embargo, lo más impactante fue la lectura pública del propio discurso. “Más allá de Vietnam” contiene muchos pasajes célebres y conmovedores. King, por ejemplo, citó “la cruel ironía de ver en las pantallas de televisión a jóvenes negros y blancos que matan y mueren juntos por una nación que ha sido incapaz de sentarlos juntos en las mismas escuelas” y que no les permite vivir “en la misma manzana en Chicago”. Y reflexionaba sobre la incongruencia de enviar a jóvenes negros “a doce mil kilómetros de distancia para garantizar unas libertades en el sudeste asiático que no habían encontrado en el sudoeste de Georgia y el este de Harlem”.

    Para mí, al menos, lo que ese momento conmemorativo puso claramente de manifiesto fue su lacerante crítica a la libertad estadounidense. Y ahí, en mi opinión, reside su valor perdurable.

    Entre la teoría y la práctica –entre las aspiraciones expresadas en la Declaración de Independencia y la Constitución, por un lado, y la omnipresencia de lo que King denominó los “trillizos gigantes” del racismo, el materialismo y el militarismo, por el otro– sigue existiendo, incluso en nuestros días, una enorme brecha. Su discurso reflejó elocuentemente esa brecha que, con el paso del tiempo, no se ha reducido de un modo considerable.

    King no fue ni el primer ni el último observador en señalar la naturaleza degradada y deficiente de la libertad al estilo estadounidense tal y como se ejerce en la práctica. Tampoco fue el único en advertir la hipocresía que impregna nuestra política. No obstante, debido a las cotas morales a las que había ascendido, su crítica adquiría una mordacidad especial.

    En 2022 hemos llegado a un momento, aunque sea con retraso y a regañadientes, en el que la mayoría de los estadounidenses (aunque ni mucho menos todos) al menos reconocen que el racismo constituye un indecente hilo que recorre la historia de nuestra nación y se burla de nuestra profesada devoción por la libertad y la igualdad para todos. Por supuesto, el reconocimiento por sí solo no implica una reparación. En el mejor de los casos, hace que las reparaciones sean plausibles. En el peor de los casos, ofrece una excusa para la inacción, como si el mero hecho de confesar el pecado bastara para eliminarlo.

    El reconocimiento por sí solo no implica una reparación. En el mejor de los casos, hace que las reparaciones sean plausibles

    La atención prestada al racismo en los últimos tiempos ha tenido exactamente ese efecto no deseado: liberar a los estadounidenses de cualquier obligación, ni siquiera de reconocer las insidiosas consecuencias del materialismo y el militarismo. En ese sentido, incluso ahora, dos de los gigantescos trillizos de King apenas llegan a ser mera palabrería. En la esfera política se ignoran o, en el mejor de los casos, se tratan como algo secundario.

    Los presidentes suelen tener mucho que decir sobre muchas cosas y Joe Biden abraza con creces esa tradición. Rara vez –Jimmy Carter es la única excepción que se me ocurre– se centran en el impacto del materialismo y el militarismo en la vida estadounidense. Sobre estos dos temas, el por lo demás locuaz Biden ha guardado silencio.

    Empleando un registro profético en su discurso, King había descrito la guerra de Vietnam como “un mero síntoma de una enfermedad mucho más grave dentro del espíritu estadounidense”. Y aunque esa guerra terminó hace medio siglo, la enfermedad más grave aún persiste. Se puede ver en la desigualdad generalizada y la pobreza abrumadora que impregnan a la que sigue siendo la nación más rica del mundo, así como en el continuo apetito de nuestro país por la guerra, ya sea directamente o a través de sus representantes. Sobre todo lo vemos en la obstinada negativa a reconocer la relación entre el racismo persistente, el materialismo omnipresente y el militarismo corrosivo, cada uno de los cuales utiliza y sostiene a los demás.

    En la iglesia de Riverside, King denunció que, mientras el gobierno de Estados Unidos manifestaba un firme compromiso por la paz, se había convertido en “el mayor proveedor de violencia del mundo”. Teniendo en cuenta el aumento progresivo de muerte y destrucción que seguía aconteciendo en Vietnam, la verdad de esa afirmación en 1967 era –o debería haber sido– indiscutible. Incluso teniendo en cuenta la invasión rusa de Ucrania y la consiguiente destrucción y matanza en este país, hoy en día esa afirmación sigue siendo cierta. Si se calculan las consecuencias de las diversas campañas desacertadas posteriores al 11 de septiembre, emprendidas en el marco de la “guerra global contra el terrorismo”, los hechos hablan por sí mismos.

    En 1967, King lanzó este reto: “Como nación debemos someternos a una revolución radical de valores”. En las décadas siguientes no se produjo tal revolución. De hecho, quienes ejercen el poder, ya sea en Washington o en Hollywood, en Wall Street o en Silicon Valley, generalmente se esfuerzan por suprimir cualquier tendencia de este tipo, excepto quizás cuando se gana dinero. Así, hoy en día, el materialismo y el militarismo permanecen ocultos a plena vista.

    King denunció que, mientras el gobierno de Estados Unidos manifestaba un firme compromiso por la paz, se había convertido en “el mayor proveedor de violencia del mundo”

    Rearmarse para la próxima guerra

    Para los defensores del statu quo decididos a mantener la tendencia estadounidense al materialismo y al militarismo, la guerra ruso-ucraniana no podría haber ocurrido en mejor momento. De hecho, llega como un regalo de los dioses.

    En cuanto a las repercusiones inmediatas, dicha guerra ha afectado a la política estadounidense de dos maneras. En primer lugar, está desviando la atención de la incapacidad manifiesta de Washington para abordar eficazmente un cúmulo de problemas que ha provocado nuestra despilfarradora concepción de la libertad, especialmente la crisis climática. Las terribles noticias procedentes de Járkov o Mariupol enterraron el último informe que advertía de que los actuales esfuerzos para la atenuación del cambio climático se quedarán cortos con casi total seguridad, con consecuencias catastróficas.

    Mientras tanto, la flagrante agresión rusa en Ucrania también ha ofrecido una excusa para que Washington considere como una noticia pasada o descarte como noticia la vergonzosa debacle de la retirada estadounidense de Kabul en agosto de 2021. De este modo, el Pentágono se encoge de hombros ante un episodio humillante que puso fin a veinte años de esfuerzos militares equivocados y mal gestionados en Afganistán. Entre los defensores del militarismo estadounidense hay pocas cosas más importantes que olvidar –no, borrar– esas dos décadas de funestos fracasos y decepciones. En esencia, la invasión rusa de Ucrania ha permitido que Washington haga precisamente eso. Como por arte de magia, Putin ha conseguido cambiar de tema.

    Como ejemplo de cómo funciona esto, analicemos un reciente ensayo en Foreign Affairs, la revista insignia de la política exterior de la clase dirigente. Se titula “¿El retorno de la ‘pax americana’?”.

    Los signos de interrogación son engañosos. Unos signos de exclamación habrían captado mejor los objetivos de sus autores. Michael Beckley y Hal Brands enseñan en las universidades de Tufts y Johns Hopkins, respectivamente. Ambos también pertenecen al American Enterprise Institute de Washington, D.C., y ambos acogen con satisfacción la guerra de Ucrania como el medio que reactivará el compromiso de Estados Unidos con el enfoque firme y enérgico de la política mundial que favorecen los sectores militaristas. El presidente ruso Vladímir Putin, escriben, ha dado a Estados Unidos “una oportunidad histórica para reagruparse y rearmarse ante una era de intensa competencia”, pensando que no sólo Rusia, sino también China, estarán en nuestro punto de mira. El llamamiento a rearmarse es fundamental en su mensaje.

    Los autores culpan a la “apatía pública predominante” y al “letargo estratégico” de haber relegado a EE.UU. a una posición débil. En particular, su ensayo sólo contiene una referencia de pasada a las guerras de Afganistán e Irak, y no menciona en absoluto lo que han provocado las dos décadas de guerras estadounidenses posteriores al 11-S y a qué coste. Al menos implícitamente, Beckley y Brands consideran que estos conflictos son irrelevantes.

    La guerra de Ucrania está resultando un desastre para todas las partes implicadas (excluidos los fabricantes de armas)

    Desde esta perspectiva, la guerra de Ucrania difícilmente podría haber llegado en mejor momento. Según Beckley y Brands, abre “una ventana de oportunidad estratégica” para hacer frente a “la próxima ola de agresiones autocráticas” que, según los autores, acecha en el horizonte. Aprovechar esa oportunidad requerirá que Estados Unidos –su presupuesto militar ya es de lejos el mayor del mundo– realice “enormes inversiones en fuerzas armadas orientadas al combate de alta intensidad”, mostrando al mismo tiempo una “voluntad de enfrentarse a los adversarios e incluso arriesgarse a entrar en guerra” en el proceso. Los autores acogen con satisfacción esta posibilidad.

    Desde cualquier perspectiva, a mi juicio, la guerra de Ucrania está resultando un desastre para todas las partes implicadas (excluidos los fabricantes de armas). Cuando sea y como sea que termine el conflicto, no habrá vencedores, sólo víctimas. Aun así, Beckley y Brands celebran la guerra como la ocasión de un gran despertar en Washington: el momento en que los responsables políticos redescubrieron “el valor del poder radicado en los medios militares y económicos”.

    ¿Qué diría Martin?

    Cito las opiniones de Beckley y Brands no porque sean originales o incluso particularmente interesantes, sino porque captan la esencia del pensamiento convencional de Washington. Sin disculparse ni avergonzarse por su serie de recientes fracasos, el partido de la guerra –la única expresión que ha sobrevivido del bipartidismo del Congreso– vuelve a la carga una vez más.

    Al igual que la clase dirigente de la política exterior se eximió en su día de la responsabilidad de Vietnam y se esforzó por ignorar la lección, la actual generación de esa clase dirigente está visiblemente deseosa de seguir adelante. Sus miembros reciben con satisfacción la perspectiva de una “Nueva Guerra Fría” que permitiría a Estados Unidos revivir los ostensibles días de gloria de la última, que incluyó, por supuesto, no sólo la Guerra de Vietnam sino también la de Corea, una carrera armamentística nuclear y una pauta de “trucos sucios” de la CIA, entre otras abominaciones. Beckley y Brands se han ofrecido como voluntarios para servir de escribas de este diabólico proyecto. Si Washington hace caso de su llamada a la acción, dejarán a otros las infamias que inevitablemente sucederán.

    Aunque no hay manera de saber con certeza cómo habría reaccionado Martin Luther King con este asunto, no es difícil de adivinar. Con toda probabilidad, lo habría condenado sin reservas. Habría rechazado cualquier esfuerzo propagandístico para disfrazar los principios imperialistas de la última versión naciente de una “pax americana”. Habría exigido una estimación honesta de nuestras guerras recién concluidas antes de embarcarse en lo que Beckley y Brands caracterizan engañosamente como otra “larga lucha crepuscular”. Habría reiterado su llamamiento a una revolución radical de valores que derive en una sociedad en la que las personas importen más que las cosas. Casi con toda seguridad habría citado la inminente crisis climática (que Beckley y Brands ignoran) para dejar claro que los Estados Unidos de 2022 tienen prioridades más importantes que embarcarse en una nueva competición de grandes potencias que probablemente únicamente provoque lágrimas.

    “Ahora nos enfrentamos al hecho”, dijo King en abril de 1967 al concluir su discurso en la iglesia Riverside “de que el mañana es hoy. Nos enfrentamos a la apremiante urgencia del ahora. En este enigma de la vida y de la historia, existe lo que se llama llegar demasiado tarde. La dilación sigue siendo el ladrón del tiempo. La vida a menudo nos deja al descubierto, desnudos y abatidos por una oportunidad perdida. La marea de los problemas de los hombres no permanece estancada, sino que fluye. Podemos gritar desesperadamente para que el tiempo se detenga a su paso, pero el tiempo es inflexible a toda súplica y se precipita. Sobre los huesos descoloridos y los residuos revueltos de numerosas civilizaciones están escritas las lamentables palabras: ‘Demasiado tarde’”.

    “¿Ya es demasiado tarde?” se ha convertido en la pregunta de nuestro tiempo. Esperemos que no. Pero si queda tiempo suficiente para salvar el planeta y a nosotros mismos –por no hablar de nuestra atribulada democracia– es probable que, en el mejor de los casos, apenas alcance. Ciertamente, no podemos perder el tiempo en una mayor irresponsabilidad militar como la que, en los últimos años, le ha costado demasiado caro a nuestro país y a otros. No podemos permitirnos seguir aplazando la revolución de valores de King.

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    Andrew J. Bacevich Jr. es un historiador estadounidense especializado en relaciones internacionales, estudios de seguridad, política exterior estadounidense e historia diplomática y militar estadounidense. Es profesor emérito de Relaciones Internacionales e Historia en la Escuela de Estudios Globales Frederick S. Pardee School of Global Studies.

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