Nuestro viaje a Grecia, por María José Noain

Se dice que en la fachada del templo de Apolo en Delfos, el más importante de los oráculos de la Antigüedad, una inscripción rezaba «Conócete a ti mismo». Y esto es algo que inevitablemente pasa cuando se visita Grecia, porque viajar a Grecia es viajar a la esencia de lo que somos como seres humanos, es rastrear el origen del nuestro conocimiento, es conocer la cuna de la filosofía, la ética, la política, el arte o, en general, la cultura occidental.
Esto es lo que ha sido el viaje que la asociación Lantxabe realizó a Grecia el pasado mes de mayo: una inmersión en el pasado griego para entender algunas de las claves de nuestra cultura, repleta de guiños a la Antigüedad, y disfrutar de una tierra rica en historias y leyendas.
Nuestro periplo arrancó en el pasado micénico: sentados en el megaron o salón del trono de Tirinto, rodeados por sus ciclópeas murallas, imaginamos al rey Euristeo escondiéndose aterrorizado cuando Heracles le llevó el Jabalí de Erimanto, como uno de sus doce trabajos. Atravesando la puerta de los Leones en Micenas, pudimos llegar hasta el Palacio de los Atridas donde la historia y el mito confluyen. Allí imaginamos a los héroes aqueos que decidieron atravesar el Mar Egeo para rescatar a Helena, raptada por el príncipe troyano Paris. Los grandes poemas épicos de la Antigüedad, la Iliada y la Odisea de Homero, base de la literatura occidental, volvieron a la vida en este yacimiento. También visitamos el famoso templo de Hera en la ciudad de Argos donde Agamenón, rey de Micenas, convocó a todos los reyes aqueos para vengar la afrenta que Paris había infringido a su hermano Menelao, esposo de Helena.
Del mítico pasado micénico avanzamos hasta la Arqueología de la Edad Arcaica: las sonrisas de los kuroi y korai del Museo de la Acrópolis nos ayudaron a poner rostros a los primeros habitantes de las polis griegas. Un mundo, repleto de incertidumbre, donde se asentaron las bases de la cultura clásica. La Edad Arcaica fue la época de las primeras colonizaciones, fue el mundo en el que los grandes oráculos imponían sus previsiones para condicionar el curso de los acontecimientos. Pasamos por Delfos, imaginando a la pitonisa en trance, y por Dodona, donde Zeus se manifestaba a través del vuelo de las palomas y del sonido de las hojas de su roble sagrado mecidas por el viento. El poder religioso del mundo antiguo no se situaba solo en los grandes centros oraculares, sino también en santuarios como el de Olimpia, sede de las más importantes competiciones panhelénicas de la Antigüedad, otra de las paradas imprescindibles en nuestro recorrido.
El mundo clásico cobró presencia cuando visitamos Mesene y su espectacular estadio, o Atenas, la más importante de todas las polis, cuyos restos arqueológicos se van descubriendo según se avanza por las intrincadas calles de la ciudad moderna. Intentamos imaginar el esplendor de la Acrópolis, cuando el culto a su diosa protectora, Atenea, estaba en pleno apogeo. Tal y como se hacía en la Procesión de las Panatenaicas, atravesamos los Propíleos para asombrarnos ante la belleza del Partenón y del Erecteion. Otros míticos lugares aparecieron en el camino y pudimos rememorar a Leónidas y sus 300 espartanos en las Termópilas.
El mundo helenístico lo pudimos disfrutar en el espectacular teatro de Epidauro, situado en el gran centro de curación del mundo antiguo, el santuario dedicado a Asclepios, en el que el dios de la medicina manifestaba sus recetas de sanación a través de los sueños.
La belleza del mundo romano nos llegó a través de los retratos de Antínoo, favorito del emperador Adriano. Roma conquistó Grecia, se hizo con su saber, y reconstruyó a su modo y semejanza algunas de las ciudades griegas. Corinto, que tan importante había sido en época arcaica por sus producciones cerámicas, llega hoy en día hasta el viajero a través de sus restos romanos. Y sobre Nicópolis, la “ciudad de la victoria”, nos sentamos ante el monumento que Augusto, primer emperador de Roma, erigió para celebrar su victoria sobre Marco Antonio y Cleopatra.
No sólo ha habido ruinas en este viaje. La literatura y el arte nos han acompañado: hemos recordado a Kavafis y su referencial poema “Itaca” y descubrimos la firma de Lord Byron en una de las columnas del imponente templo de Poseidón en el Cabo Sunion, donde escribió “llevadme ante el marmóreo farallón de Sunión, donde nadie salvo yo mismo y las olas pueden oír nuestros murmullos mutuos; allí, como un cisne, dejadme cantar y morir”.
María José Noain

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