Noches blancas en Aiete

noches blancasEl Báltico no es mare nostrum, sino un dominio lejano, bastante ajeno, pero que bien mirado, sin embargo, puede ser considerado como un mar doméstico, amigo y coloquial; si el Mediterráneo está poblado de dioses y mitos sagrados, y el mar del Norte, de guerreros y epopeyas vikingas, el Báltico es un mar de comerciantes y libros de contabilidad.

Y si no que se lo pregunten al profesor Martens, protagonista de la novela de con Jaan Kross, el escritor estonio más importante por sus novelas históricas y que tendremos la oportunidad de conocer a fondo en la tertulia de mayo de la mano de Lola Arrieta.

Lo que da al Báltico cierta identidad es, en efecto, una especie de asociación económica a gran escala: la Hansa teutónica, o liga hanseática. Algo hemos empezado a saber gracias a las terulias protagoizadas por autores germanos o eslavos. El pasado curso, en el ciclo alemán, tuvimos oportunidad de saber que la liga hanseática se inició en Lübeck (Alemania) en 1159, con el estricto fin de abrir mercados, fue sumando voluntades hasta alcanzar la respetable cifra de unas 90 ciudades coligadas, algunas de ellas hemos ido visitando en nuestros viajes. Esta liga llegó a monopolizar el comercio en todo el norte de Europa durante los siglos XIV y XV. Y por supuesto dejó una huella común, apreciable aún en todo ese ámbito; en lo material, los mismos o parecidos ladrillos amasan almacenes, iglesias y casas patricias, de Hamburgo a Tallin, pasando por Gdansk. Pero es sobre todo en el plano espiritual donde esa raíz común confiere a la cuenca del Báltico una atmósfera peculiar.

Todas estas ciudades están presentes en la novela de Jaan Kross que estamos leyendo La partida del profesor Martens

Ese que podríamos llamar espíritu báltico no se origina sólo por la historia, sino también por las singularidades geográficas: se trata de un espacio relativamente reducido, las distancias entre las orillas son cortas. De hecho van a ser recorridas en un sólo día por los viajeros de Lantxabe: el 11 de Julio los peregrinos partirán de Tallin en un barco rumbo a Helsinki y de allí en una nueva embarcación hacia San Petersburgo.

(En esa latitud la corriente del Golfo no puede con todo el hielo. Esto significa sólo en el verano se puede cruzar el Báltico).

Se sale de Tallin el 11 de julio. La ciudad es un burgo que refleja bien el mundo hanseático, con sus torres tudescas y su Toomkirik o iglesia luterana, pero sobre todo con sus terrazas y asadores medievales aguardando a la marea humana. Al Helsinki se llegará de amanecida, sorteando los bastiones de Suomenlinna, la fortaleza marítima levantada por los suecos, que es patrimonio de la humanidad. San Petersburgo, en cambio, no tiene nada de hanseático, por la simple razón de que no fue inventada por Pedro el Grande hasta el siglo XVIII; esa urbe de corte clasicista tiene algo de incongruente en este espacio nórdico, agarrotado por los hielos, pero es sin duda la joya del periplo, la antigua Leningrado es algo aparte.

Puede el tiempo borrar los reflejos del Báltico sobre la memoria, pero nos han dicho que hay algo que no se desvanece fácilmente: es la luz boreal que unge a las ciudades ribereñas, esa sensación de suspensión, de tregua, que permite alargar las horas, acoplar el sueño a una penumbra crepuscular. Sobre todo en San Petersburgo, porque allí las noches blancas no son ya una categoría atmosférica, epidérmica, sino algo hondamente agridulce y vitalista. Sobre todo si se tiene a mano la novela Crimen y Castigo de Dostoievski, o las Noches Blancas de Dostoievski-Visconti, con personajes acariciados por una desazón existencial, que ayer y antes ayer tuvimos oportunidad de disfrutar.

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