David Bowie, el espanto de la soledad

Circula por internet este vídeo grabado en una plaza del barrio londinense de Brixton, del que era originario David Bowie, horas después de que se conociera la noticia de la muerte del artista. Son tres minutos y medio que hacen innecesarios por superfluos todos y cada uno de los artículos y obituarios que se han publicado esta semana, en primer lugar, este mismo cuyo único objetivo es difundir aún más.

La imágenes recogen a una considerable multitud de jóvenes de distintas edades, bastantes razas, diferente condición social y probablemente todas las tendencias sexuales imaginables, interpretando al unísomo la canción ‘Space Oddity’, la misma que hace unos años eligió el canadiense Chris Hadfield para cantarla con su guitarra desde la Estación Espacial Internacional, después de meses orbitando a 400 kilómetros sobre este absurdo planeta.

Estamos ante una suerte de ceremonia del adiós que pone sobre la mesa la indescifrable cuestión del sortilegio que envuelve a la música, qué aliento mantiene viva a una canción mientras atraviesa el espacio y el tiempo para instalarse limpiamente en el ADN de los individuos sin gran cosa en común y sometidos por lo demás al cotidiano bombardeo de información efímera; cuál es el influjo que la música ejerce en las personas para acabar emergiendo con idéntica fuerza en los momentos de felicidad y en los de desdicha, como si fuera el último refugio infalible; qué empuja a unos desconocidos a juntarse y cantar una simple canción sin aspiraciones de himno, ni trascendencisa, a sabiendas de que el homenajeado ni siquiera llegará a enterarse. Quizás estamos ante un atávico impulso que sólo busca espantar la mezcla de soledad y desolación a base de reconocerse en los demás.

Uno ve el vídeo y ve también el cable invisible que atraviesa los kilómetros y las generaciones para enlazar a seres dispares, anónimos peatones de las calles de cualquier país que, da igual a qué hora se levanten cada día o cómo se ganen la vida, que comparten sin mencionarlo el estímulo que les hace estremecerse al mismo compás; qué mecanismos desconocidos alimentan la parte más decente de nuestra triste condición, tan capaz de todo, también de destilar a grito pelado unas gotas de belleza atómica en forma de canción. Dirán: «El camaleón del rock and roll» y habrá que responder que vale, pero sus mutaciones palidecen al lado de las que nos insufló a los demás. “Planet Earth is blue / And there’s nothing I can do”.

Jukebox

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