2 comentarios en “Matanzas, toque de queda, fin de las libertades…

  1. John Rees

    El Estado egipcio está utilizando un nivel de fuerza letal que no se había atrevido aún a emplear en ningún momento de la Revolución Egipcia. El resultado ha sido una masacre horrorosa en todo el país, que ha puesto en cuestión la totalidad del proceso revolucionario.
    Cientos de muertos, y cientos más que están heridos, y la matanza aún no termina. Los militares establecieron un toque de queda que ya lleva un mes.

    No nos equivoquemos: el General El Sisi y el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (SCAF, en inglés) representan el núcleo de la clase dominante egipcia y su Estado.

    El Ejército Egipcio permaneció de forma exclusiva en el poder político, desde el Golpe de Estado de Gamal Abdul Nasser, en 1952, hasta la revolución de Enero del 2011. Después de la caída del presidente Mubarak, [el Ejército] mantuvo buena parte de su poder durante el período de regímenes de recambio respaldados militarmente, aunque no pudo utilizarlo de forma efectiva, dado el poder de las movilizaciones callejeras y porque el impulso revolucionario paralizó el funcionamiento normal del Estado. La policía y las Fuerzas Centrales de Seguridad prácticamente disolvieron las sedes de seguridad que fueron saqueadas por los revolucionarios.

    El hijo elegido del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, Ahmed Shafiq, perdió las elecciones presidenciales frente al candidato de la Hermandad Musulmana, Morsi, hace más de un año. Morsi fue formalmente Presidente pero, como sostuvimos en su momento, nunca tuvo el poder. O bien Morsi rompía el poder del ejército y del Estado liderando otra fase de movilización revolucionaria, o bien el ejército recuperaba su fuerza y acababa con el equilibrio desigual a su favor.

    Eso es lo que estamos presenciando ahora: la reimposición sangrienta de lo que el SCAF cree que es su derecho a tratar a los egipcios a la manera de los faraones.

    ¿Cómo ocurrió esto?

    El Baradei: el idiota útil del SCAF

    Para el golpe militar fue crucial la reacción que tuvieron los liberales y parte de la izquierda en relación a las movilizaciones contra Morsi del 30 de Junio y de principios de Julio, la última de las cuales fue una manifestación convocada, por el mismo SCAF, “contra el terrorismo”.

    No hay duda de que el gobierno de Morsi era impopular. Falló en liderar una segunda ola de movilizaciones contra la clase dominante egipcia. En vez de eso, intentó aplacar a la policía y a las fuerzas armadas. Morsi elogió a la policía como defensores de la revolución, cuando cada egipcio sabe que han sido sus enemigos más mortíferos. Morsi designó a su propio carcelero, el general El Sisi, para reemplazar a la anterior cabeza del SCAF, el general Tantawi. Cuando el ejército asesinó manifestantes, Morsi justificó sus actos. El actual Ministro del Interior, que encabezó la masacre de los partidarios de la Hermandad Musulmana, es el mismo hombre que Morsi nombró en el mismo cargo. La mayor parte de la política económica de libre mercado de los Hermanos Musulmanes impidió cualquier acción significativa para aliviar las condiciones de vida de los trabajadores y pobres de Egipto.

    Esto es lo que alejó a las masas revolucionarias y a amplios sectores de la sociedad egipcia de la presidencia de Morsi, y lo que lo dejó en posición vulnerable ante las protestas masivas en su contra. Tal como dijera Antoine Saint-Just durante la revolución francesa: “aquellos que hacen una revolución a medias cavan su propia tumba”.

    Pero hacer una revolución a medias no es lo mismo que hacer una contra-revolución entera. Y eso es lo que el SCAF está intentando hacer ahora. Han sido asistidos, masivamente, por un sector de la clase política egipcia, que pensó que podían utilizar la situación política post-30 de Junio a favor de sus propios intereses.

    Mohamed El Baradei, aquí, es una figura totémica. No fue capaz de reunir suficiente apoyo para competir en las elecciones presidenciales, pero se mantuvo como un ícono para las capas medias seculares de Egipto.

    Él, Amr Moussa, un antiguo Ministro de Relaciones Exteriores de Mubarak, y el nasserista de izquierda Hamdeen Sabahey, formaron el Frente de Salvación Nacional, para desafiar al gobierno de la Hermandad. Este frente popular entre los burócratas descontentos de Mubarak y el ala liberal de la revolución estuvo siempre cargado con el peligro de que sólo podría derrotar a la Hermandad, liderando una restauración de la antigua maquinaria estatal a su máxima potencia.

    El Baradei se convirtió en el viceprimer ministro del SCAF. A su izquierda, Kamal Abu Eita, el líder de la federación sindical independiente, se convirtió en Ministro del Trabajo. Esto fue un desastre, como dijo Fatma Ramadan, miembro ejecutivo del sindicato, al liderar a una minoría en contra de la idea de aceptar el nombramiento.

    El Baradei creyó que podía utilizar la toma del poder del SCAF para pavimentar el camino para que su propia camarilla se convirtiera en una administración secular, occidental y democrática ‘normal’. En términos sociales y políticos, el contenido de este régimen no habría sido diferente al gobierno de la Hermandad Musulmana: neoliberal en cuanto a su política económica, no habría desafiado el aparato estatal al que, después de todo, debía su existencia.

    Pero todo lo que hizo El Baradei, como advertimos que haría, fue proveer una fachada civil para los militares, mientras se preparaban para hacer realidad un verdadero golpe de Estado. El Baradei pavimentó el camino para la represión, y ahora, en un reconocimiento de lo completamente inútil de su propia posición, dimite en protesta por la masacre.

    La lección de este triste catálogo de fracasos es que, hasta que la revolución no genere sus propios órganos democráticos de poder popular, insistirá constantemente en enormes estallidos revolucionarios de energía, que derivarán en administraciones inadecuadas o reaccionarias, que sólo serán capaces de arruinar la revolución.

    El SCAF y la Hermandad Musulmana no son lo mismo

    Algunos sectores de la izquierda, en Egipto y en otros lugares, se ven ahora tentados a argumentar que la Hermandad Musulmana y el SCAF son fuerzas políticas igualmente reaccionarias. En las circunstancias actuales, esto es peligroso por tres razones.

    En primer lugar, porque no es cierto. El SCAF tiene tanques, carros y bulldozers blindados, gas CS, armas automáticas, chalecos anti-balas y prisiones. De hecho, tienen lo mejor de lo que la ayuda militar estadounidense, de $ 1.3 millones de millones de dólares al año, les puede comprar. La Hermandad Musulmana, si algunos de los reportes son verdaderos, cuenta con unas cuantas pistolas y rifles. La cifra de muertes en ambos lados lo refleja: cientos de manifestantes de la Hermandad Musulmana están muertos, contra el puñado de policías que fueron asesinados.

    Además de tener el monopolio del poder estatal, el SCAF es propietario de entre el 15 y el 40% de la economía egipcia, dependiendo de si el cálculo se realiza sobre la propiedad directa o indirecta. Incluso aquellos miembros de la Hermandad Musulmana que son empresarios, y el mayor número de partidarios no lo es, sencillamente no forman parte, en esta manera, del núcleo de la clase capitalista egipcia.

    El SCAF es el núcleo profundo del tiránico Estado egipcio, y lo ha sido a lo largo de 60 años. Después de décadas de oponerse al régimen de Mubarak, la Hermandad Musulmana mantuvo la presidencia electa por un año.

    Aquí no hay ninguna equivalencia.

    En segundo lugar, a pesar de que nadie puede imaginar que los líderes de la Hermandad Musulmana puedan volver al poder, es la cima de la estupidez sostener que el SCAF y la Hermandad son amenazas del mismo calibre en las circunstancias actuales. La masacre de los partidarios de Morsi es, de hecho, parte de una deliberada política de ‘divide y vencerás’. Después de la Hermandad, las fuerzas revolucionarias más amplias serán el próximo objetivo.

    Ciertamente, los revolucionarios necesitan atraer a los partidarios de la Hermandad Musulmana de vuelta a la acción conjunta para poder derrotar al SCAF. Si esto no ocurre, si continúa la división entre las fuerzas seculares y los partidarios de la Hermandad, habrá más violencia sectaria. Esto, a su vez, será utilizado por el SCAF para justificar mayores niveles de represión.

    En tercer lugar, es el SCAF el que tiene el poder para acabar con la Revolución Egipcia. Es el SCAF el que está segando a los manifestantes en la calle. Es el SCAF el principal enemigo del pueblo egipcio.

    Ahora es una carrera contra el tiempo, para ver si las fuerzas de la Revolución Egipcia pueden movilizarse para detener la ofensiva del SCAF, antes de que utilicen su victoria sobre la Hermandad para volverse contra sus principales enemigos: los trabajadores, los sindicatos y los manifestantes de Tahrir, quienes han sostenido la revolución durante dos años y medio.

    Cuando la actual crisis estalló, escribimos que la revolución estaba en peligro. Hoy, ese peligro es claro y actual. Su único nombre es SCAF.

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  2. Nicolas Sartorius

    Egipto, la nueva dictadura
    El riesgo de un enfrentamiento entre civiles no justifica un golpe militar
    Si las elecciones que llevaron al poder a Morsi —primer presidente elegido en Egipto— las hubieran ganado los liberales “laicos”, y si, después de muchos errores, los Hermanos Musulmanes hubieran instigado al Ejército a una insurrección como la producida el 3 de julio, ¿la hubiéramos llamado en Occidente “golpe de Estado”? Seguro que sí. Inmediatamente. Pero las elecciones las ganó un islamista y ni Estados Unidos ni los países europeos fueron capaces de llamar “golpe de Estado” a lo que lo es indudablemente. No cabe duda que esta actitud inicial pasiva dio alas al general Al-Sisi.
    Lo que sucedió es que un presidente elegido por los ciudadanos fue derribado por la fuerza, y está detenido y aislado de cualquier asistencia legal desde entonces. El partido ganador en las elecciones ha sido descabezado por completo y muchos de sus seguidores han sido eliminados por el Ejército, que ha utilizado los fusiles frente a multitudes indefensas. Se ha producido, indudablemente, un golpe de Estado sangriento, imposible de justificar o de entender, por muchos errores que Morsi cometiera —que los ha cometido y graves en un proceso de transición a la democracia—, por mayor o menor apoyo popular que posea el golpe, o por “complejo” que parezca.
    Los golpes militares son siempre complejos y cuentan con apoyos civiles, antes o después del golpe, sobre todo si triunfan, pero la cuestión no es esta, porque el hecho inaceptable es que los ejércitos gocen de autonomía de decisión política y se erijan en árbitros de los destinos del país. El drama de Egipto, además, es que el Ejército nunca ha abandonado el poder real, es un Estado dentro del Estado, con fuertes posiciones económicas.
    El hecho de que exista un riesgo de enfrentamiento entre civiles no justifica un golpe militar, pues en ese caso sería muy fácil provocarlos, como sabemos muy bien en España. La verdad es que quienes ahora se han puesto del lado de los militares habían perdido las elecciones, entre otras cosas porque no supieron encontrar un candidato con el grado de unidad suficiente como para batir a los organizados Hermanos Musulmanes, que vencieron con claridad. Entre otras cosas porque se ocuparon, a su manera, a través de las mezquitas, de problemas de la gente, cosa que, por supuesto, no hacía la dictadura ni los militares, ante la inexistencia de un mínimo Estado social.
    El golpe militar, se dio, pues, contra una decisión mayoritaria, muy reciente; contra un Gobierno legitimado en las urnas. Esto, para Blair —que ha justificado el golpe—, parece no tener importancia, como no la tuvo su inaceptable apoyo en la guerra de Irak. Pero no estamos ante una intervención militar para traer la democracia, como la que protagonizaron los capitanes de abril en Portugal, ni tan siquiera una acción para evitar una dictadura, pues aunque Morsi tomó decisiones que alejaban al país de una dirección no religiosa de la política, elaboró una constitución sin consenso y frustró las aspiraciones de los que lucharon contra Mubarak en la plaza de Tahrir, no es cierto que estableciera una dictadura “islamista”, pusiera fuera de la ley o encarcelara a los adversarios políticos, lo que habría podido explicar una intervención libertadora. Por eso, la posición de equidistancia que las autoridades de la Unión parecen expresar advirtiendo de violencia en ambas parte, nada tiene que ver con la realidad.
    No solo eso. La dinámica actual se encamina hacia una encrucijada: o se vuelve a la legitimidad democrática o en Egipto se impondrá una dictadura. La experiencia de los procesos de transición a la democracia, después de los largos periodos de dictadura, demuestran que, o se produce un acuerdo entre las fuerzas políticas con el fin de establecer una constitución que sea válida para todos, o la confrontación, más tarde o más temprano, está servida. El gran error de los Hermanos Musulmanes, llevados de su mayoría y del sectarismo religioso, es no haber tenido en cuenta esa elección, pero ello no justifica un golpe militar para establecer una dictadura.
    La tesis que se mantiene en Bruselas y en Washington sobre la importancia de la estabilidad en la zona y, para ello, mantener canales de comunicación abiertos con las dos partes en conflicto, lo que justificaría la timidez occidental en el tratamiento de la insurrección, no se sostiene fácilmente. Primero, porque los generales no tienen intención alguna de contar con los Hermanos Musulmanes, a los que han descalificado llamándolos “terroristas”. Segundo, porque difícilmente los que ganaron las elecciones van a ver en la Unión Europea un interlocutor fiable. Tercero, porque va contra los intereses de Europa una confrontación irreversible en la sociedad egipcia, como la que han desencadenado los militares, favoreciendo el predominio de la opción violenta en las filas islamistas (Al Qaeda ya parece haberse apuntado). Ya vimos las consecuencias de este tipo de intervenciones en el caso de Argelia, con años de guerra civil larvada y cientos de miles de muertos, después del golpe militar contra los islamistas que habían ganado las elecciones.
    Hay que hacer una consideración más. La Unión Europea y Estados Unidos no mantienen exactamente la misma posición política geoestratégica en Egipto. La ayuda militar que Estados Unidos da a Egipto (1.300 millones de dólares cada año) tiene objetivos de política exterior y defensa cuya entidad, como es sabido, es de distinta naturaleza de la visión de la Unión Europea, mas “civil” por así decirlo. La política exterior de esta ha de tener como punto nuclear la defensa y promoción de los derechos humanos, las libertades y el Estado de derecho. Por esa razón, cuando se inició lo que se vino en llamar primavera árabe, la Unión reconoció que su tolerancia anterior con los dictadores “no islamistas” del norte de África no había sido la mejor decisión. De ahí que se pusiera en marcha una estrategia nueva: “Más por más”. Es decir, si hay progresos democráticos habrá más ayuda y más implicación de la Unión.
    La aplicación a Egipto de esta estrategia ha brillado por su ausencia por el momento. Suspender la entrega de armas al Ejército egipcio, aunque tardía, es positiva. Pero esto es una gota en el océano de los 12.000 millones de dólares que Kuwait, los Emiratos Árabes y Arabia Saudí ya han comprometido a los militares golpistas.
    Lo que la Unión Europea debió de hacer desde el minuto cero del golpe es condenarlo con firmeza y mostrar su total incompatibilidad con los actos de violencia extrema que perpetró el Ejército y con una dictadura militar como la que de hecho existe ahora en Egipto. Y lo que debe hacer ahora es exigir a los militares la devolución del poder a los civiles a través de unas elecciones libres e inmediatas con la participación de todas las fuerzas políticas egipcias, sin excepciones y en igualdad de condiciones. Esto es lo que verdaderamente fortalece nuestra posición en la primavera árabe. Y en el resto del mundo.

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