6 comentarios en “El grito de San Sebastián

  1. británicos y portugueses

    Sobre la conducta de británicos y portugueses en San Sebastián (31-08-1813)
    Por Carlos Rilova Jericó
    Cabe preguntarse si es necesario, o siquiera posible, añadir algo más a ese fatal desenlace de la batalla de San Sebastián hoy tan traído y llevado. La respuesta a una pregunta así es que sí, que es inevitable añadir algo más.
    En primer lugar porque todo lo dicho sobre esa cuestión debería considerarse, desde la perspectiva del historiador, más que como un final de camino, sólo como un nuevo avance hacia un mayor conocimiento de esa cuestión, hasta ahora menos trabajada de lo que se creía, a la vista de las preguntas tan enconadas que aún suscita y de la cantidad de documentos -centenares y centenares de folios- con información sobre esos hechos que aún no ha sido difundida.
    De hecho, incluso algunos documentos ya editados contienen datos que apenas si podemos considerar difundidos por el modo en el que han quedado eclipsados. Es el caso de los 79 testimonios de donostiarras supervivientes a la masacre iniciada el 31 de agosto de 1813 que acabó con la destrucción de la ciudad.
    Unos y otros, en cualquier caso, deben saber que la lectura atenta de esos 79 testimonios revela -como no podía ser menos- datos verdaderamente importantes respecto a ese atroz final que tuvo, ahora hace doscientos años, la batalla de San Sebastián el 31 de agosto de 1813. Siempre, claro está, que ese documento se aborde con espíritu crítico y con los instrumentos propios de la ciencia que es la Historia, no como si fuera un pasatiempo o un juguete político más peligroso de lo que se cree.
    En efecto. En primer lugar la lectura completa de esos 79 testimonios revela que tanto los oficiales como los soldados británicos y portugueses implicados en la toma de San Sebastián el 31 de agosto de 1813, quedan claramente divididos en dos grupos desde el primer momento.
    Están por un lado los que se comportan de una manera feroz, incluso inhumana teniendo en cuenta que se enfrentan con civiles desarmados y no con Infantería de línea napoleónica, como ha ocurrido hasta el momento en el que se ha asaltado, con éxito, una de las brechas abiertas en los baluartes de San Sebastián. Es un grupo claramente definido en esos 79 testimonios que, en cualquier caso, se encuentra muy lejos de lo que pueda significar, ni siquiera remotamente, la palabra “aliado”. Su comportamiento, desgraciadamente, ha sido sobredimensionado en las polémicas un tanto artificiosas surgidas en torno a esos días de horror que siguen a la victoria aliada en la batalla de San Sebastián.
    Ese sobredimensionamiento ha conducido a un falseamiento de esos desgraciados hechos históricos por omisión. Una omisión que, de manera casi imperceptible, está llevando a construir un recuerdo colectivo bastante tosco del que resultaría que todos -sin excepción- los soldados angloportugueses que toman la ciudad el 31 de agosto de 1813 se habrían comportado de ese modo brutal y cobarde (insisto una vez más en que vuelven armas contra civiles indefensos).
    Una omisión que, por otra parte, está llevando a caricaturizar a ese aliado convertido en enemigo en la tarde del 31 de agosto de 1813, convirtiéndolo en un monstruo simiesco -similar al de la propaganda de guerra- con el que no cabría más interpretación ni análisis histórico para averiguar quién exactamente se comportó cómo -y por qué- en los momentos de saqueo, muerte y horror generalizado que siguen a la victoria aliada del 31 de agosto de 1813, algo que, naturalmente, el historiador no debe permitir.
    A ese respecto sólo indicaré un único ejemplo para que puedan calibrar hasta qué punto conocemos o no el comportamiento de esos soldados y oficiales británicos y portugueses que actuaron de forma verdaderamente inmunda el 31 de agosto de 1813 y días subsiguientes.
    El dato en cuestión nos lo da el testimonio del comerciante donostiarra José Manuel de Bereciarte, octavo testigo de esa relación de 79. Tras robar, golpear, amenazar y disparar tanto contra él y su familia como contra otras dos que se habían refugiado en esa casa, violan a las mujeres. El acto es tan brutal que, como señala el testigo, un soldado portugués le obliga a sujetar una vela para alumbrarle mientras se efectúa la violación de todas las mujeres refugiadas en su casa.
    No cabe duda, por detalles como ése, la clase de degradación mental a la que han llegado algunos de esos soldados, rozando los límites de un comportamiento que hoy se definiría como propio de un psicópata. Es decir, el de alguien indiferente al sufrimiento ajeno.
    Sin embargo, no es esa la única lectura que ofrece a ese respecto ese testimonio. Tras esa violación colectiva algunos de esos soldados exigen a esas mujeres algo que revela, mucho mejor, hasta qué punto había llegado la degradación moral de aquellos soldados portugueses y británicos que alegaron tener órdenes -o actuaron como si las tuvieran- de arrasar la ciudad. Es decir, no sólo se conforman con obtener sexo de manera violenta y brutal, física, de esas mujeres, sino que las amenazan con la muerte si, además, no les facilitan algo que demuestra que esos hombres fueron alguna vez personas con una vida familiar estable y unos afectos normales -humanos incluso podríamos decir-. A saber: que duerman junto a ellos. Como si se tratase de sus esposas o de sus amantes. Las mismas que, quizás, llevaban años sin ver. Años de embrutecimiento, en medio de una guerra devastadora, en ocasiones sin cuartel, que los había reducido a ese estado más o menos bestial en el que aún queda ese destello de humanidad, reflejado en esa repelente búsqueda de afecto en mujeres a las que acaban de tener a la fuerza.
    Como vemos, las lecturas sesgadas y apresuradas de determinados documentos llevan a error a la hora de calibrar correctamente lo que pudo pasar en determinadas coordenadas de tiempo y espacio. En este caso San Sebastián el 31 de agosto de 1813. En definitiva, para el historiador, y para los lectores de Historia, deberían ser tan importantes los desgarradores sufrimientos de las víctimas, como el estado de desquiciamiento personal -o de maldad en estado puro, sin otro motivo que la borrachera de poder que da el ejercerla- que los genera. Todo lo demás debe ser descartado como simple y pura visceralidad que, además de no ser válida como conocimiento histórico, en el peor de los casos, sirva para generar, y justificar, más violencia de signo contrario pero igual de degradante.
    Las lecciones que a ese respecto pueden ofrecer esos 79 testimonios no acaban ahí. Otro conocimiento útil -de hecho imprescindible para escribir la Historia de esos hechos- es el de permitir distinguir claramente a través de esos testimonios otro grupo entre los soldados angloportgueses que toman San Sebastián el 31 de agosto de 1813 que, aún a pesar de haber pasado por circunstancias muy similares a las del grupo descrito en el testimonio de Bereciarte, se comportan de un modo opuesto. Un detalle que, por supuesto, es otra faceta de esos hechos históricos que se debe tener presente y subrayar adecuadamente.
    Es el caso, por ejemplo, de un granadero británico que se enfrenta con sus propios compañeros, negándose a que roben y maltraten a una pareja de la burguesía donostiarra, el tesorero de la ciudad Pedro Ygnacio de Olañeta y su mujer.
    Especialmente digno de elogio y de ser sacado a la luz más de lo que ha sido sacado, es el testimonio de otro buen burgués donostiarra atrapado en aquellas difíciles circunstancias, el corredor de navíos mercantes Antonio María de Goñi, que nos habla de dos oficiales, un anónimo británico y el alférez portugués de un regimiento de tiradores de élite, el octavo de Cazadores, José Carrasco. Éste último ayuda a Goñi en varias ocasiones. La primera tiene lugar el mismo 31 de agosto, cuando tras agasajar a los soldados aliados que entran hasta la calle de la Trinidad -hoy, precisamente, 31 de agosto-, estos saquean su casa y le atacan -indistintamente británicos como portugueses- a pesar de la condición de español -y por tanto aliado suyo- que exhiben Goñi y su familia como una especie de salvoconducto.
    Goñi, viendo esto, saldrá a la calle en busca de un oficial que pare esos excesos y, como él mismo dice, tendrá la suerte de encontrarse con el alférez Carrasco, que evitará la violación de la criada de Goñi y lo conducirá a él, a su madre, a su tía, a la citada criada y tres mujeres más hasta la casa en la que se aloja el que el documento llama “general Esprey”. Desde allí el coronel del regimiento portugués número 15 mandará al alférez que acompañe a Goñi a ver al general británico al mando de las tropas, que en esos momentos está en el café del Águila. En compañía de esos oficiales lograrán detener en la calle de la Escotilla -la actual San Jerónimo- a unos soldados aliados que están tratando de quemar una casa.
    Posteriormente Carrasco, en compañía de un oficial británico cuyo nombre no recuerda Goñi, apalearan a sablazos a un grupo de soldados que trataban de forzar a dos muchachas refugiadas en la casa 209 de la calle de la Trinidad, hoy 31 de agosto.
    Goñi, sin embargo, indica que no vio poner patrullas para controlar semejantes desordenes, lo cual le llevó a abandonar la ciudad gracias a la protección obtenida por esa oficialidad que, indiscutiblemente, trata de hacer todo lo que está en su mano para detener esos desmanes.
    Algunos oficiales británicos, concretamente dos capitanes del regimiento 9º de línea británico señalan a otro de esos 79 testigos, a quien también protegerán hasta dónde les es posible, que es imposible hacer nada…
    Algo que, naturalmente, y dado el grado de enconamiento al que ha llegado la discusión entre Historia y Política acerca de esta cuestión de los hechos del 31 de agosto de 1813, suscita la pregunta de hasta qué punto nos podemos fiar de palabras así o debemos considerarlas una mera excusa.
    La respuesta, al menos en parte, puede estar en un documento del Archivo General de Gipuzkoa, conservado bajo la cifra JD IM 3/14/178.
    En él se describe la Historia, en absoluto conocida, de uno de los vecinos -accidentales en este caso- de la ciudad de San Sebastián que logra escapar indemne gracias a la ayuda que solicita, y obtiene, de un soldado británico de los que toman la ciudad.
    El interesado era el herrero de origen francés José Alliand, natural de Chateauneuf en el Departamento de la Drome (sic) que, tal y como certifica el secretario del nuevo Ayuntamiento constitucional de Rentería, está trabajando en esa villa desde el 8 de septiembre de 1813. Sencillamente porque se presentó con un soldado británico que les dijo a las autoridades competentes de esa villa que aquel hombre debía quedar allí y trabajar como herrero, porque así lo mandaba su comandante…
    Algo que a finales de ese mismo mes se descubre ser una completa y absoluta mentira. Una jugarreta más perpetrada no sólo en esa ocasión, sino al menos en otras siete por diferentes soldados británicos, que se las arreglan para sacar prisioneros de los depósitos de San Sebastián en los que han quedado tras la capitulación de la ciudad bajo acuerdos similares al que cierra José Alliand con aquel desconocido soldado británico, que se muestra como un generoso benefactor riéndose -esta vez para favorecer a un prójimo- de las órdenes dadas por sus oficiales superiores.
    En este caso un irritado mylord Wellington que lo hará saber del modo más contundente, advirtiendo a las autoridades civiles que no admitan semejantes apaños, pues él ha prohibido tajantemente que ningún francés con origen en San Sebastián pueda salir de esa plaza…
    Una prueba que, evidentemente, nada excusa, como decía sir Wiliam Napier, del infame comportamiento de otros soldados -no todos, no lo olvidemos- bajo ese mismo mando británico en la ciudad de San Sebastián a partir de la una de la tarde del 31 de agosto, pero que, al menos, explica con más rigor qué es lo que pudo pasar en esa ciudad hace ahora dos siglos, cuando el ejército aliado, al fin, logra romper las líneas francesas que lo han retenido desde el 28 de junio de ese año en una incierta y tensa situación, dentro de un cuadrado formado por fortalezas en poder del ejército napoleónico.

    Responder
    1. Ibon Urruzola

      Hola,

      He visto este texto ahora. Según el refrán, «nunca es tarde cuando la dicha es buena».

      Me alegro de que algunos soldados británicos y portugueses demostraran un mínimo de humanidad hacia con los civiles donostiarras.

      El texto de Carlos Rilova está bien pero en mi humilde opinión, poner como ejemplo de dicha conducta humana el hecho de que algunos soldados británicos salvaran a al menos ocho personas sacándolos de Donosti no es correcto, o al menos no del todo.

      Porque esas ocho personas no eran ni donostiarras, ni vascas ni de Toledo ni de «Madriz» si no francesas…y ya sabemos de sobra que los ingleses trataron mejor a soldados franceses cogidos con las armas en la mano que a civiles donostiarras desarmados.

      O sea, que ya desde que se apoderaron de la ciudad, los británicos estaban aplicando su famoso «fair play» y comportándose como «gentlemen» sólo con soldados franceses. Seguramente porque así tenían pensado hacer de antemano, conscientemente o no.

      Hace bien el autor en especificar que «la respuesta, al menos en parte, puede estar en un documento…».

      «Al menos en parte», «puede estar»…sí, mejor matizar.

      Esos soldados británicos se mostraron mínimamente humanos con al menos esos ocho hombres…porque eran franceses.

      Desde un punto de vista donostiarra y además moral, habría estado mejor que esos soldados británicos hubieran hecho lo que hicieron con donostiarras civiles y especialmente mujeres durante la noche del 31 al 1 de septiembre.

      Y tal vez – ojalá – hubo algunos pero de momento no lo sabemos.

      En cuanto a lo del granadero británico que se enfrentó a sus propios compañeros que cita Rilova:

      Ese granadero, según testimonio de Olañeta, era católico e incluso llevaba un rosario colgando del cuello, lo cual también cambia las cosas, puesto que un católico podía sentir más complicidad y empatía hacia otros de su religión que los protestantes.

      Más si el catolicismo era minoritario en su país originario, como era el caso del Reino Unido (excepto en Irlanda), y además desde Enrique VIII una religión en general bastante perseguida, sobre todo con Isabel I, Oliver Cromwell o con Guillermo de Orange.

      Todo el mundo sabe que para 1813 la inmensa mayoría de los ingleses, escoceses o galeses eran ya protestantes mientras que en el reino de España pasaba al revés, naturalmente. Debido a ello, desde el punto de vista estrictamente religioso, ese granadero británico católico se encontraría en el reino de España, no como en casa, si no directamente como en el paraíso.

      De hecho, fue el propio granadero el que se presentó a Olañeta y a su mujer como católico, porque sin duda sentía al menos una pizca de simpatía hacia ellos por motivos religiosos.

      Todavía más, Olañeta llama a ese granadero «ynglés» al principio pero luego «yrlandés».

      Me acuerdo de una obra de Pío Baroja, «Las inquietudes de Shanti Andía», en la que Mary A. Sandow es presentada al principio como inglesa pero luego resulta que era irlandesa. Es típico llamar a todo el Reino Unido «Inglaterra» y por tanto usar «inglés» en vez de «británico».

      Es pues posible que Olañeta usara el adjetivo «ynglés» en el sentido de «británico» pero que ese granadero no fuera inglés de Inglaterra si no de de otra parte del Reino Unido como era entonces Irlanda.

      El hecho de que ese granadero, aparte de católico, fuese también irlandés, cambia todavía más las cosas. Puesto que tal como estaba Irlanda bajo yugo inglés, no sería excesivamente extraño que un católico irlandés, con lo caldeados que estaban los ánimos entre la soldadesca ese terrorífico 31 de agosto, se enfrentara a miembros de su propio ejército por maltratar a civiles locales presumiblemente católicos, más si esos soldados eran ingleses y encima protestantes.

      Yo lo veo muy claro, es evidente.

      Lo bueno habría sido que el que se hubiera enfrentado a sus propios compañeros fuese inglés y además protestante. Entonces sí que hubiera sido un gesto de humanidad tremenda, sublime

      El del católico irlandés también lo fue pero…para mí, con todos los respetos, menos. Que fue valiente, no hay duda. Me extrañaría de que sus compañeros al final no lo hubieran matado, por haberse enfrentado a ellos y encima ser católico e irlandés.

      Tal vez algún protestante inglés también se enfrentó a sus compañeros como ese granadero para defender a civiles donostiarras pero no conozco todos los testimonios. Tal vez tampoco esté por escrito. Me alegraría muy mucho si se encontraran algunos o al menos uno.

      Lo que ocurrió el 31 de agosto fue horroroso y además muy difícil de valorar objetivamente porque es tremendamente subjetivo y hay además mil matices que hay que tener en cuenta y que se nos pueden escapar.

      Es difícil para mí también, naturalmente, pero en estos dos casos lo veo bastante claro.

      En mi opinión, aparte de otras razones de ámbito más cercano, el hecho de que el Reino Unido tenga el peso específico que todavía mantiene política, económica y culturalmente dificulta la valoración objetiva de los sucesos, puesto que se hace difícil ser todo lo duro que se debería ser en la condena a la conducta británica.

      Por otra parte, es verdad Napoleón tampoco fuera una hermanita de la caridad si no un invasor. Eso también hay que tener en cuenta. Los propios donostiarras en general se sentían invadidos por los franceses y si mal no recuerdo, el militar británico Leith Hay, que estuvo en San Sebastián ese 1813, no puso en duda la lealtad de los donostiarras.

      Pero a pesar de que Napoleón fuese un invasor, me parece una vergüenza, bochornoso, que el 20 de enero algunos adultos y niños salgan con uniformes británicos y que en el cañonazo de la Semana Grande, al menos la mitad de los tamborreros que salen en la misma, lleven también ese uniforme y que se toque una marcha militar británica, como lo es «British Grenadiers March».

      Con todos los respetos y cariño, me parece masoquista, falta de respeto hacia los propios antepasados, servilismo y/o directamente hacer la pelota a los turistas de lengua inglesa.

      Y desde luego, una falta de reflexión, empezando desde los propios tamborreros, que lo llevan orgullosos (mujeres abanderadas incluidas…vaya falta de tacto, siendo las mujeres las mayores víctimas del 31 de agosto de 1813) hasta el ayuntamiento, naturalmente.

      Ni uniformes británicos ni portugueses, ni tampoco franceses.

      Besarkada bat,

      Ibon

      Responder
  2. Helena

    Carlos Rilova habla de una pequeña parte de esta historia donostiarra, diminuta pero humana, por lo que creo que es aún más importante, que está siendo malintencionadamente silenciada por ciertos colectivos.
    Gracias por rescatarla de ese «olvido».
    Creo que esas personas que arriesgaron sus vidas en ese momento tan crítico y peligroso, por defender a nuestros antepasados, merecen un pequeño reconocimiento por nuestra parte.

    Responder
  3. José Mª Leclercq Sáiz

    Algunos oficiales y soldados aliados protegieron a los civiles incluso a costa de sus vidas, y algunos pagaron esos actos humanitarios perdiéndola. Se conoce, incluso, el nombre de algún oficial muerto en estas circunstancias perteneciente al ejército portugués, como Antonio José de Sousa Ferraz, Ayte. en el 15º Reg. de Infantería de Línea portuguesa, asesinado por soldados británicos.

    Responder
  4. Lupe

    Un número nada desdeñable de los soldados, eran ex-convictos, ladrones, violadores etcétera, etcétera. Diríase como la primera tripulación que le concedieron a cristobal colón. Gente, sin nada que perder..eso sí, con opción a botín ante un eventual éxito.

    Responder

Responder a Ana LuzónCancelar respuesta