¿Podemos imaginar un mundo sin libros?

DIA DEL LIBRO WEBHay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; hay quienes, como los de las tertulias de Lantxabe,  son incapaces de  imaginar un mundo sin libros.

A lo largo de la historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. Y ha creado el libro, que es una extensión secular de su imaginación y de su memoria.

A partir de los Vedas y de las Biblias, hemos acogido la noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es. En las páginas iniciales del Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger cualquier pedazo de papel impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu.

Ahora este inestable y precioso mundo está en peligro, los enemigos de la cultura, la igualdad y la libertad le acechan. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie.

Pese a mis reiterados viajes, soy un modesto Alonso Quijano que no se ha atrevido a ser Don Quijote y que sigue tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra vida; si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas, y las que me depara aún el futuro.

De un texto tomado de José Luis Borges

(Angel Marco nos enseñó algunos de sus poemas en lectura dramatizada en la casa de cultura)

Un comentario en “¿Podemos imaginar un mundo sin libros?

  1. AM

    Superado una vez más el 23 de abril, el lector puede exclamar de nuevo: ¡Por fin solos! Según el tópico, la festividad de Sant Jordi sirve para que “los libros salgan a la calle” al encuentro de unos ciudadanos que palidecen ante la posibilidad de entrar en una librería, pero dotados del arrojo suficiente como pasarse la tarde probándose ropa en una franquicia presidida por enormes pantallas de plasma que bombardean colorines y ambientada por una ensordecedora música electrónica que al parecer no tiene principio ni fin.

    Llegada una edad, uno termina por asumir que la presencia de un libro siempre resulta sospechosa. Ningún otro objeto despierta tantas suspicacias. Con el tiempo, he aprendido a disimular. Recuerdo que cuando le dieron el Nobel a Imre Kértesz cometí la imprudencia de airear que había leído su novela ‘Sin destino’, lo cual me valió unos cuantos comentarios jocosos en tono “¿ah, sí, eh? Pues ya nos la contarás”. Ni que decir que aún están esperando. Desde entonces, aprovecho las deliberaciones de la Academia Sueca para ensayar ante el espejo gestos de genuina sorpresa, no deseo que ningún fanático de ‘El Código Da Vinci’ se sienta humillado por mi mala cabeza. He observado que este fenómeo no se produce en el caso de la música o el cine, aunque ignoro la razón. Por otra parte, ningún grupo terrorista ha enviado nunca un CD-bomba o un blue-ray-bomba.

    Por otra parte, cada vez que veo a un contingente de aficionados ‘renacidos’ a la lectura enumerando el sinfín de virtudes que acompañan este hábito me siento como si me ilustraran sobre las ventajas del sexo con un ejemplar del libro de familia numerosa. Virtudes, por otra parte, de las que desconfío profundamente, dado los innumerables ejemplos de todo lo contrario con los que nos ilustra la historia. Por cierto, encuentro fascinante que la mafia napolitana o el ayatollah Jomeini consideraran que algo tan desprestigiado como un libro pudiera convertir a su autor en acreedor a una sentencia de muerte.

    En resumen, el primer perplejo soy yo. Cuando digo por qué me gusta leer no me dispongo a elaborar un razonamiento, sino que estoy formulando una pregunta a la espera de que alguien me proporcione una explicación, cuanto más falsa e imaginativa, mejor. Jamás recomendaría a alguien que leyera y de verme obligado, lo haría por escrito. No soy consciente de haber tenido la posibilidad de elegir cuidadosamente ni una sola de mis pasiones, tampoco ésta. Simplemente, uno aprende a leer y para cuando quiere darse cuenta, entre el placer y la felicidad, ha elegido el primero y ya no hay forma de dar marcha atrás.

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