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  1. Cuento de Navidad

    por AM
    No en calidad de posible regalo, sino en la de empleado de refuerzo de la campaña navideña. Era un establecimiento pequeño, situado en un barrio obrero de Donostia. Pequeño, pero abigarrado: allí se vendían desde juguetes hasta zapatillas de deporte, pasando por menaje y utensilios de cocina. Tardé algún tiempo en aprender a dudar antes de responder “no” a la pregunta de “¿tienen todo lo necesario para ir a buscar oro a las montañas Rocosas?”.

    Lo primero que me sorprendió fue el hecho de que la iluminación navideña que habían sufragado entre todos los comerciantes de la calle terminaba justo a la altura de la juguetería. Y digo que me sorprendió porque los acaudalados propietarios de la cadena eran el equivalente católico a los yihadistas. Por desgracia para el espíritu de la Navidad, también eran el equivalente salafista respecto al dinero y puestos a elegir entre una fe y otra, siempre optaban por seguir los estrictos preceptos de la segunda.

    Durante aproximadamente tres semanas trabajé en aquella juguetería de barrio en compañía de la encargada habitual de la tienda, pongamos que se llamaba Tina. Me enseñó a envolver los paquetes con papel de regalo y a probar los juguetes antes de entregárselos a los clientes. Aún me recuerdo levantando las faldas y bajando las bragas a cuanta muñeca caía en mis manos en una búsqueda desesperada del lugar en el que se les ponían las pilas, ante la mirada atónita de más de un comprador, más aún cuando descubría que las mayor parte de las veces la batería se instalaba en las espalda. En mi defensa diré que no siempre: en ocasiones, los voltios se introducían por los lugares más inusitados.

    Un día, a última hora de la mañana, justo antes de cerrar, entró una pareja de jóvenes cuya melenuda descripción me ahorraré, pero cuyo aspecto respondía a lo que entonces se conocía como ‘macarras’. Les antendió Tina. Venían en busca de un cuchillo. Que fuera grande, eso lo dejaron claro desde el primer momento. Y con el filo de dientes de sierra. Yo contemplaba la escena y recuerdo que en ese momento pensé que era una pena que si nos lo clavaban, la herida dejaría cicatriz. No obstante, no sería yo quien les daría motivos para hacerlo: por mí, como si se llevaban la juguetería entera. Con el mostrador lleno de afiladísimos cuchillos de acero inoxidable, finalmente eligieron uno de unos treinta centímetros de hoja, dijeron que no querían caja y cuando ya estábamos psicológicamente preparados para escuchar la frase mágica “dame todo lo que tienes en la caja”, procedieron a pagar el importe, antes de marcharse con el descomunal cuchillo debajo del brazo. Tina y yo nos miramos con una mezcla de alivio y estupor. Por la tarde nos enteramos de que era el hijo del dueño de un bar próximo, acompañado de su novia.

    En otra ocasión el que entró en la juguetería fue un ‘yonqui’, pero desde el primer momento dejó claro que no venía a robar, sino a comprar. Se encontraba en bastante mal estado y quería una pistola de pistones. “Es para un regalo, ya sabes, quiero quedar bien”, me decía. Mientras él agitaba un puñado de monedas en la mano que no cesaban de sonar, le fui mostrando la amplia gama de falsas pistolas, pero al ver que todas ellas tenían el cañón taponado, de acuerdo con la normativa vigente, no ocultó su decepción. “Oye, ¿pero no tenéis con agujero en el cañón? Es que entiéndeme, es un compromiso y quiero quedar bien”, repetía, como si eso lo explicara todo. Tanto él como yo vislumbramos que aquello no iba a ir a ninguna parte, así que pasó al plan B: “Oye -me dijo en susurros- te paso un cuarto guapo de ‘speed’ si me das la pistola”. Podía haberme hecho el ofendido, porque el juguete valía a todas luces mucho más que “un cuarto”, pero le dije que no podía y cuando Tina se acercó a ver qué pasaba, optó por largarse, sospecho que sin el utensilio que necesitaba para perpetrar un atraco en condiciones.

    No todo los clientes eran así, la mayoría era normales y ésos eran los peores. Padres incapaces de entender que se nos habían terminado los ‘Quién es quién’, madres indignadas al ver que se había agotado no sé qué muñeca y niños emperrados en que les compraran un juguete más. Aprendí más en quince días sobre la condición humana que en los posteriores veinte años de práctica periodística. Por ejemplo, aprendí que si a ras del suelo dispones de cinco tricilos -azul, rosa, amarillo, rojo y negro- y el verde está colgado en lo más alto de la más descomunal de las estanterías, el cliente siempre querrá el verde y no parará hasta que lo bajes. Y es sólo a partir de aquí donde las personas se dividen en tres grandes grupos: los que, en efecto, compran el verde; los que lo prueban y acaban llevándose el rojo; y los que dicen que mejor se lo piensan y si eso ya volverán otro día, y que por supuesto, nunca vuelven.

    Había una mujer joven que venía por las tardes y tras recorrer el pasillo de estanterías y consultar algunos precios, se marchaba sin comprar nada. Faltaban ya pocos días para la noche de reyes cuando Tina le abrió el abrigo bajo el que ocultaba un par de pistas del Scalextric. Le preguntó de dónde las había sacado y la mujer le condujo hasta una caja, en cuyo interior apenas quedaban ya una curva y una recta. Los dos coches, el transformador y el resto de la pista se lo había ido llevando poco a poco, a lo largo de sus continuas visitas, supongo que de acuerdo a un minucioso calendario de hurtos escrupulosamente calculado para que en la noche del 5 de enero el regalo al completo estuviera ya en su casa. El caso es que, como pasa casi siempre, el plan falló. Avergonzada, la señora se fue, quedándose con un Scalextric incompleto con el que ningún niño podría jugar y nosotros, con una caja y un par de tramos de pista que tampoco se podrían vender.

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